lunes, 21 de noviembre de 2011

Carmen Posadas: La prueba del nueve

Hay frases que no se comprenden en su momento, pero que, tiempo después, incluso años más tarde, cobran todo su sentido. Para mí, una de ellas es esta: `Cuando uno tiene que tomar una decisión trascendental para su futuro, es conveniente hacerse esta pregunta: `¿Puedo sostener toda mi vida esta decisión que ahora tomo? ¿Sí o no?´´. Aunque parezca excesivo decirlo, en muchos casos esta frase es la prueba del nueve de la felicidad o al menos de la serenidad, que es un estado de ánimo menos evanescente y caprichoso que el de la tan cacareada felicidad. La frase me la reveló un festejante griego que tuve allá por el Paleolítico inferior y no le di importancia en su momento porque Dimitri, pongamos que se llamara así, no era precisamente el faro de Alejandría ni había descubierto la pólvora. De hecho, era simple y un pelín cursi si me apuran. Pero, como dice mi madre, lo fascinante de esta vida es que hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces al día, de modo que hay que estar atento, porque nunca se sabe cuándo ni de quién uno va a recibir un interesante retazo de sabiduría. En efecto, con el tiempo he olvidado incluso la cara de Dimitri, pero, en cambio, recuerdo con frecuencia su curiosa sentencia. Voy a ponerles un ejemplo práctico. Imaginemos que uno debe tomar una decisión de esas que pueden variar el curso de su vida, un cambio de estado civil, por ejemplo, decidir si jubilarse o no, montar un negocio, confiar en alguien o en algo. Por lo general, este tipo de decisiones se toman siguiendo los impulsos del corazón o los de la cabeza.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Maratón de Zaragoza: 6 de noviembre

Aprovechando que se celebraba una maratón en Zaragoza, la comodidad que supone no tener que desplazarse a otra ciudad,  que tenía que sacarme la espinita de no haber participado en una prueba de esta distancia y animado por los componentes del grupo 7:45 he participado en mi primera maratón.
La preparación ha sido sin seguir un plan concreto, simplemente salir los días y el tiempo que en cada momento he podido, a un ritmo lento, un mes antes de la carrera tuve un contratiempo y ha sido un dolor en la rodilla que ha supuesto guardar descanso, durante tres semanas. Las expectativas de acabar no eran buenas.  El tiempo tampoco ha ayudado, cierzo fuerte con ráfagas que te levantaban del suelo. La táctica ha sido buena, hemos salido un grupete juntos desde el principio ayudándonos, dándonos conversación, pasándonos el agua, la comida, coreando el nombre de alguno cuando pasábamos junto a su familiares, pensando en los nuestros que no han podido acudir a vernos pero desde la distancia nos estaban ayudando, luego los compañeros que se han metido en la carrera a correr junto a nosotros, los que estaban en las aceras con pompones, pancartas, etc. gritando nuestro nombre, en fin entre tod@s hemos conseguido la meta.

A continuación vídeo realizado por el amigo Carlos, merece la pena verlo por la música y la poesía del final


martes, 1 de noviembre de 2011

Paulo Coelho: El guerrero de la luz y su mundo

Creer en señales. El guerrero de la luz sabe de la importancia de su intuición. En medio de la batalla no tiene tiempo para pensar en los golpes del enemigo, así que se guía por su instinto y obedece a su ángel. En tiempos de paz descifra las señales que Dios le envía. La gente dice: `Está loco´. O: `Vive en un mundo de fantasía´. O aún más: `¿Cómo puede confiar en cosas que no tienen lógica?´. Pero el guerrero sabe que la intuición es el abecedario de Dios, y sigue escuchando el viento y hablando con las estrellas. 

Creer en el amor. Para el guerrero, no existe amor imposible. No se deja intimidar por el silencio, por la indiferencia o por el rechazo. Sabe que detrás de la máscara de hielo que se pone la gente existe un corazón de fuego. Por eso, el guerrero arriesga más que los demás. Busca sin cesar el amor de alguien, aunque ello signifique tener que oír muchas veces la palabra `no´, volver a casa derrotado, sentirse rechazado en cuerpo y alma. Un guerrero no se deja asustar cuando busca lo que necesita. Sin amor, no es nada. 

Juan Manuel de Prada: Temblor

Qué habrá visto en un tipo tan atrabiliario, gruñón y desportillado como yo? Es lo que cada mañana me pregunto ante el espejo; y, a medida que pasan los días, mi asombro no hace sino crecer. La conocí hace algo más de tres años, cuando mi vida merodeaba los vertederos del hastío y el agostamiento espiritual: yo era un hombre íntimamente aplastado por el estigma de la derrota, tentado por el cinismo, la misantropía y la abulia. Solo el amor consolador de mi familia y la fe en un Dios que guardaba silencio me mantenían en pie: pero mantenerse en pie y echar a andar, aunque sea con muletas y renqueando, son cosas muy distintas; y yo había renunciado a andar, paralizado por la desconfianza, temeroso de despeñarme por un barranco. 

Entonces ella me llamó un día, en pleno agostorro madrileño: trabajaba en un canal televisivo del que apenas había oído hablar; y pretendía que participase por la jeta en un programa de tertulia política. A mí el programa me importaba un ardite; pero ella me pareció divertida, chispeante, llena de ese ímpetu juvenil que no es arrogante ni estragador, sino cálido y vivificante; y escondía, entre su locuacidad tumultuosa y atolondrada, remansos de una sensibilidad en carne viva, magullada y a la vez risueña, en los que de buen grado me hubiese acurrucado. 

Arturo Pérez-Reverte: Madres, burkas y marujas

En 1991, mientras esperaba en Dahrán la ofensiva norteamericana para liberar Kuwait, presencié un suceso curioso. Frente al mercado Al Shula había un vehículo militar con una soldado norteamericana al volante. En Arabia Saudí está prohibido que las mujeres conduzcan automóviles; así que una pareja de mutawas -especie de policía religiosa local- se detuvo a increpar a la conductora. Incluso uno de ellos le golpeó con una vara el brazo que, con la manga de camuflaje remangada, apoyaba en la ventanilla. Tras lo cual, la conductora -una sargento de marines de aspecto nórdico- bajó con mucha calma del coche y le rompió dos costillas al de la vara. Ésa fue la causa de que durante el resto de la guerra, a fin de evitar esa clase de incidentes, la Mutawa fuese retirada de las calles de Dahrán. 

Pensé en eso el otro día, al enterarme de un nuevo asunto de chica con problemas por negarse a ir a clase sin el pañuelo islámico llamado hiyab. Y recuerdo la irritación inicial, instintiva, que sentí hacia ella. Mi íntimo malhumor cuando me cruzo en la calle con una mujer cubierta con velo, o cuando oigo a una joven musulmana afirmar que se cubre la cabeza en ejercicio de su libertad personal. Cómo no se dan cuenta, me digo. Cómo no les escuece igual que ácido en la cara la sumisión, tan simbólica como real, a que se someten. Recuerdo, por ejemplo, que hace cuarenta años mi madre aún necesitaba la firma de su marido para sacar dinero del banco. Y me llevan los diablos. Tanto camino, me digo. Tanta lucha y esfuerzo de las mujeres para conseguir dignidad, y ahora una niñata y cuatro fátimas de baratillo -como las llamaría el capitán Haddock- pretenden hacernos volver atrás, imponiendo de nuevo, en la Europa del siglo XXI, la sumisión irracional al hombre y a las reglas hechas por el hombre. Reclamando tolerancia o respeto para esa infamia.