lunes, 8 de diciembre de 2014

Pensamiento en frío, pensamiento en caliente: Carmen Posadas

En 1960 a un profesor de la universidad estadounidense de Stanford se le ocurrió poner a niños y niñas de cinco años ante un difícil dilema. Les dijo que o bien podían servirse un puñado de chuches ahora o esperar veinte minutos y recibir el doble. Su propósito era estudiar cómo los más jóvenes se comportan ante una recompensa retardada, pero lo que acabó descubriendo, pasados unos años, fue algo mucho más interesante. Sucedió que sus dos hijas, que habían participado también en la prueba, hicieron un día repaso de cómo les había ido en la vida a sus antiguos compañeros de experiencia y así se descubrió que aquellos que mejor situación personal y laboral tenían en el presente eran los que habían elegido esperar para recibir su recompensa. Walter Mischel, que así se llama el profesor, elaboró a partir de estos datos la muy famosa, en los Estados Unidos, teoría del marshmallow experiment, o prueba de las chuches, destinada a averiguar cómo funciona nuestro cerebro ante ciertas dificultades y/o carencias.
Explicó entonces que los humanos manejamos dos sistemas de pensamiento. El «caliente», que es impulsivo, emocional, y el «frío», considerado más reflexivo, racional y estratégico. Se asume que pensar en frío estimula el autocontrol y la fuerza de voluntad, lo que tiene como consecuencia que quienes lo practican se conducen en la vida de forma muy distinta que los pensadores en caliente. Sin embargo, estos tienen también sus ventajas. Las corazonadas, las pasiones, las intuiciones brillantes que se traducen en obras de arte o en composiciones e ideas visionarias son producto de pensar en caliente. Mischel señala que, a pesar de que hay personas genéticamente más inclinadas a pensar en frío y otras más en caliente, el mandato genético es más maleable de lo que pueda parecer, y ciertos atributos y rasgos de carácter se modifican a voluntad o según las circunstancias. Para ilustrar esta idea, Mischel señala como ejemplo el notable incremento que ha experimentado en los últimos cincuenta años el cociente intelectual de la población en los países del llamado Primer Mundo. Medio siglo es poco tiempo para que el cambio pueda atribuirse a la evolución, de modo que tan significativo aumento demuestra que nuestro cerebro es más plástico de lo que antes se pensaba. Hasta tal punto que es capaz de modificar la herencia genética recibida. Volviendo al pensamiento frío o caliente, ahora sabemos que, dependiendo de las exigencias del entorno, de la voluntad o simplemente de las modas, nos convertimos en uno u otro tipo de pensadores. Por extensión, puede decirse entonces que hay épocas en las que reina el pensamiento caliente, como las guerras, las exaltaciones patrióticas, las grandes gestas y también en los periodos de decadencia, en los que la gente tiende a vivir el presente como si no hubiera mañana.

martes, 18 de noviembre de 2014

Basta de tanto: Carmen Posadas

Cuentan que en la Francia prerrevolucionaria, y gracias a las enseñanzas del filósofo Rousseau, se produjo una extraña fiebre que tuvo como consecuencia la vuelta a los valores naturales. De pronto, a María Antonieta y sus damas de compañía les dio por disfrazarse de pastorcitas y ordeñar vacas; los hombres abandonaron sus empolvadas pelucas para adoptar el aire rudo, hirsuto y sudoroso de los labradores; y, en una sociedad en la que era habitual contratar amas de cría, se puso de moda, oh escándalo, que las damas de la nueva y pujante burguesía amamantaran a sus criaturas a la vista de todos. Quien más quien menos todos querían convertirse (o al menos fingirse) en ese buen salvaje, quintaesencia de la bondad, la inocencia y la virtud que, según Rousseau, anida en nuestras almas hasta que las instituciones nos pervierten.
Personalmente, Rousseau siempre me ha parecido un farsante, por no decir un jeta. Y no solo porque tan gran benefactor de la humanidad abandonó en un orfanato a cinco hijos, cinco, con la excusa de que no lo dejaban trabajar. Me carga Rousseau porque es el precursor del buenismo, ese movimiento telúrico que desde años recorre el mundo con sus infinitas bobadas. Pasen y vean, he aquí una de las últimas. Unos lo llaman niñismo, otros sobrepaternidad, y parece como si, de un tiempo a esta parte, todo el mundo se hubiera vuelto gagá con los niños. Se diría que la gente acaba de descubrir o, mejor aún, inventar, la condición de padre o de madre, sobreactuando hasta convertirse todos en gallinas cluecas. Unos ejemplos curiosos. Madres que amamantan a sus criaturas hasta que cumplen dos años; parejas que practican el co-lecho, esto es, permitir que el nene duerma con ellos hasta que y son palabras textuales «él mismo decida que ha llegado el momento de emanciparse»; familias que piden un crédito para celebrar la primera comunión más cara / extravagante y original; padres helicóptero, así llamados porque revolotean sobre sus hijos planificando su ocio para que supuestamente no se aburran: móntate en el columpio, bájate del columpio, haz un castillo de arena, trepa al árbol, bájate del árbol, ¿qué tal ahora un poco de patinete?
Y por fin mi imbecilidad favorita: entre los padres ricos y gagás de Estados Unidos se considera un signo de estatus organizar excursiones familiares a Nueva York para llevar la muñeca de sus hijas a la peluquería. Lo curioso del caso es que esta manía de los padres de convertirse en party planners de la vida de sus hijos no está siendo bien recibida por los destinatarios de tan rendidas atenciones. «Me gustaría que mis padres tuvieran otro hobby que no sea yo» le confesó un niño de once años a Adela Dubra, autora uruguaya de un libro que está teniendo un éxito enorme en el Cono Sur, llamado Basta de tanto. También en el libro se señala la extraña paradoja de que las mujeres son las más perjudicadas por esta niñitis aguda. En efecto, si para ser una buena madre una tiene que parir en casa como ahora se propugna, amamantar a la criatura hasta que le salgan todos los dientes, y luego convertirse en un cruce entre mamá gallina y Mary Poppins, no queda tiempo para desarrollar una carrera propia o un trabajo interesante. Por supuesto todo lo que señalo afecta a personas con una cierta holgura económica. Cuando uno lucha por dar de comer a sus hijos, no tiene tiempo para pavadas, pero, aun así, existe en todos los estratos sociales una nueva corriente que culpabiliza sobre todo a las mujeres, haciéndoles sentir que son malas madres si no dedican el cien por cien de sus afanes a los hijos.

lunes, 18 de agosto de 2014

El jubilado nacional: Arturo Pérez-Reverte

Sentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al puerto, leo a la última luz de la tarde. De vez en cuando levanto la mirada y observo a la gente que pasa. En un extremo del paseo hay un mercadillo, y en el otro un grupo de negros que venden gafas de sol, bolsos, música y películas. Todo falso o pirata, naturalmente. Hace un rato, uno de ellos me regaló una anécdota personal simpática, cuando me detuve curioso a mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi interés, cogió una peli en su funda de plástico, me puso una mano persuasiva en el hombro, y me aconsejó, entendido y grave, casi paternal: «Ésta es muy buena». 
Leo, miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más, refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada. 
Me fijo en los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí, ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir: parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante, sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás, charlando de sus cosas.
Me gusta observar el paso migratorio de esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería, su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos.
No hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano, pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más.

El efecto Panayotis: Carmen Posadas

Espero que la embarazosa confesión que me dispongo a hacer sobre mi vida sentimental pueda ayudar a alguien que esté viviendo un fracaso amoroso. Tal vez la historia (que dice muy poco en mi favor, ya lo verán) no alivie del todo su mal de amores, aunque pienso que quizá le ayude a verlo de otro modo. En las relaciones personales se confunde con demasiada frecuencia un corazón roto con lo que no es más que un ego magullado. O, lo que es lo mismo, casi lo que más duele no es perder a esa persona, estupenda, sensacional, blablablá, sino la sensación de haber fracasado. Muy bien, pues ahora déjenme que les cuente lo que me ocurrió una vez en una remota isla griega. Me encanta viajar sola, y durante años procuraba reservar siempre unos quince días de mis vacaciones y perderme por ahí sin más compañía que unos cuantos libros. En aquella ocasión elegí visitar Kythira, una isla del Peloponeso que, si no la conocen (y casi seguro que no, porque no está en los circuitos turísticos habituales), se la recomiendo. No solo porque es el mágico lugar en el que según la leyenda Afrodita nació de las olas, sino porque es como viajar atrás en el tiempo. Por aquel entonces, hablo de hace unos diez años, se conservaba exactamente igual que a mediados del siglo anterior. En sus pueblos blancos y añil, achicharrados por el sol, aún era posible tomar Ouzo en un café sin más compañía que la de un pope, un perro y un par de pescadores de sardinas. Como digo, el lugar era de ensueño y allí estaba yo jugando a que era un personaje de Lawrence Durrell cuando apareció en mi vida Panayotis. Así se llamaba un tipo bajito, calvo y recio, dueño de un negocio de alquiler de bicicletas que, según dijo, cayó fulminado por mis encantos desde el primer momento en que me vio. De nada sirvió que le explicara amablemente que me había venido tan lejos para no ver a nadie. Panayotis insistía, me traía flores, venía a buscarme todas las mañanas como si nada. No era un pesado, de modo que charlábamos un rato, yo le reiteraba mi necesidad de estar sola y él, después de soltarme seis o siete piropos, se marchaba. Todo, muy bien. Pero resulta que un día me llamaron desde España para darme una magnífica noticia profesional, un salto muy grande en mi carrera. Y, en el mismo momento en que me informaban de que dos grandes editoriales americanas habían hecho importantes ofertas por mis libros, emergió Panayotis en el horizonte. Recuerden que yo estaba sola en la isla. Recuerden que a uno, cuando le pasa algo realmente bueno, necesita compartirlo con alguien. Total, que en mi alegría y ante la sorpresa de mi rendido festejante voy yo y le planto un besazo diciendo: «Esta noche te invito a cenar, Panayotis». ¿Y saben lo que pasó? Pues que se quedó mirándome, se rascó un poco la calva sudorosa y con aire de escurrir el bulto va y me dice: «Bueno... es que tengo muchísimo trabajo; si puedo, me paso a las nueve. Ya veremos». Y a esa hora ahí me tienen ustedes vestida para cenar, monísima y consultado cada dos minutos el reloj, esperando a Panayotis, que no vino, sino que telefoneó cinco minutos antes de la cita para plantarme como una lechuga. 
Desde aquel momento, me encontré pensando a todas horas en él.

domingo, 20 de julio de 2014

El dominico y el jesuita: Arturo Pérez-Reverte

Hay amigos de los que estás orgulloso. Personas sobre las que, cuando tienes una edad que permite hacer inventario de cuanto llevas en la mochila, puedes decir: «Algo bueno debí de tener cuando éste o aquélla me tuvieron afecto o me llamaron amigo». Echándole hoy un vistazo al Oráculo Manual y arte de prudencia de Gracián -incomprensible que no sea de lectura y debate obligatorios en los colegios-, al que suelo acudir como otros recurren a los analgésicos, he recordado a dos de esos amigos. O a tres: Alberto Montaner, Pepe Perona y Sergio Zamorano. Sergio era joven y guapo: ojos azules, pelo negro, alto y elegante. A las mujeres se les doblaban las rodillas cuando sonreía. Era profesor de derecho mercantil en la universidad de Sevilla, y siempre empezaba el curso con el primer capítulo de El conde de Montecristo. Pepe Perona era catedrático de gramática histórica. Alberto Montaner, catedrático de filología española y autor de la extraordinaria edición anotada del Cantar del Cid. De ellos, Pepe y Sergio están muertos; pero hace quince años estábamos sentados los cuatro en torno a una mesa del café Gijón. Lo recuerdo muy bien, pues desde entonces pienso en ellos, en aquel momento formidable que su amistad me deparó, cada vez que leo, en Gracián: «Sea el amigable trato escuela de erudición, y la conversación, enseñanza culta; un hacer de los amigos maestros... Singular grandeza es servirse de sabios».
Sergio era joven, leal y entusiasta. Perona -le gustaba ser llamado maestro de gramática- y Montaner eran veteranos correosos, de una cultura extrema y dotados con deslumbrante inteligencia; dos de las mentes más intelectualmente superiores que conocí jamás. Y gracias a ellos, Sergio y yo asistimos, aquella tarde, a uno de los diálogos más fascinantes de nuestras vidas. Todo había empezado con una charla banal sobre el concepto de amistad, de amigos y enemigos, de unos y otros; y al cabo, la conversación recayó en Perona y Montaner, convertida en una brillante sucesión de argumentos y réplicas, con Sergio y yo escuchándolos absortos. Y poco a poco, atento a cuanto decían y disfrutándolo como testigo afortunado, fui comprendiendo lo que pasaba: sin acuerdo previo, por simple duelo de inteligencias, Perona estaba adoptando el papel casuístico de un jesuita; y Montaner, siguiéndole el juego, el escolástico de un dominico. «Uno de los nuestros, decía Perona, es cualquiera que nos favorezca de alguna manera». A lo que objetaba Montaner: «Error, error. Dibujemos un mapa de coordenadas cartesianas para reconocer a los nuestros. Lo será quien encaje en él».
Fue fascinante. Un privilegio, como digo. Sergio, mucho más joven, escuchaba boquiabierto, bebiéndose las palabras de cada uno, sin comprender del todo, al principio, pero intuyendo que asistía a una escena extraordinaria, irrepetible. Yo, mayor y más resabiado, sin atreverme a decir una palabra por no romper el encanto de la situación, creía encontrarme en el concilio de Trento o un poco más allá, en plena polémica De Auxiliis, oyendo discutir a Molina contra Báñez. Los dos antagonistas, brillantes hasta lo excelso en su mesa del café, disfrutaban como gorrinos uno del otro, asumiendo sus respectivos papeles -que podían haber trocado sin despeinarse- con genial desenvoltura.

El club de las segundas esposas: Carmen Posadas

A raíz de la reedición de mi libro El síndrome de Rebeca, que habla de cómo influye la sombra de un amor anterior en la vida de una persona, he tenido oportunidad de conocer a Maite. Ella junto con su «compi de fatigas», como muy gráficamente la denomina, han fundado el colectivo de las Segundas Esposas. La idea es dar visibilidad a un problema que pasa del todo inadvertido en la sociedad de hoy, a las situaciones grotescas, increíbles y casi siempre injustas que se producen como consecuencia de los dictámenes de ciertos jueces de familia después de una sentencia de divorcio. He aquí algunos casos. Elena Porras, que ha escrito un libro titulado Calla y paga, explica en él cómo su novio, que está divorciado, al quedarse en el paro solicitó modificar la pensión que hasta entonces pasaba a su ex. El juez no solo no la disminuyó, sino que decretó que, si él no tenía dinero, debía ser Elena quien pagase algo que tiene todos los visos de ser ilegal, puesto que no se puede obligar a alguien a pagar deudas que no son suyas.
El caso de E. aún es más increíble. Su marido también perdió su trabajo. La sentencia de divorcio de su primer matrimonio lo obligaba al pago de la hipoteca de la casa en la que ahora vive su hijo con su ex y su actual pareja. Muy bien, pues resulta que E., que acababa de dar a luz gemelas, se encuentra ahora con el siguiente panorama. La jueza, al no poder el atribulado padre hacer frente a su compromiso por estar en paro, ha embargado el finiquito de la empresa en la que él trabajaba y también su prestación por desempleo sin tener en cuenta para nada a las dos recién nacidas de su unión con E., que, según esto, deben de ser hijas de segunda clase o algo así. Otro caso curioso es el que se produce con las herencias. Al morir su suegra, M. se llevó la sorpresa de ver cómo el dinero que recibió su marido fue a parar íntegro a su ex para gastos del hijo mayor, mientras que los habidos en el segundo matrimonio no recibieron nada. Como consecuencia de todas estas situaciones, la vida de muchos hombres divorciados está actualmente tan judicializada que parece una carrera de obstáculos. Organizar unas simples vacaciones es toda una odisea y no digamos hacer un viaje al extranjero, puesto que acontecimientos como estos se prestan siempre al chantaje: «O me das esto y lo otro, o el niño no se mueve de casa, etcétera».
Como es fácil de deducir, casos como los que acabo de reseñar son efectos colaterales de injusticias anteriores. Después de que la ley favoreciera durante siglos los derechos de los hombres frente a los de las mujeres, ahora nos hemos ido al otro extremo del péndulo. Al producirse un divorcio, se tiende a discriminar positivamente a favor de la que se considera la parte más débil, es decir, la mujer. Por supuesto eso está muy bien, pero siempre que se haga con criterio, y no como norma sin tener en cuenta las circunstancias de cada caso. Al final, como bien dice Maite, las discriminaciones son siempre horribles, aunque sean positivas. Pero lo más lamentable, a mi modo de ver, es la santa omertá o ley de silencio que parece haberse instaurado alrededor de este problema. Algunas voces se han alzado para denunciarla, pero, hasta ahora, con poco éxito. Existe, por ejemplo, una Plataforma Ciudadana por la Igualdad, liderada por un juez sevillano, pero su labor se ha visto seriamente amenazada por los lobbies feministas más furibundos.
Hace apenas unos días, una sentencia pionera ha dado la razón a un padre que reclamaba que se pagase a medias el viaje de su hijo para pasar con él los días que le correspondían.

martes, 14 de enero de 2014

Carmen Posadas: Pensar con el estómago

Esta semana, aprovechando que estamos en fiesta, me voy a colgar una medallita. Hace unos meses, en estas Pequeñas infamias, compartí con ustedes una intuición -y nunca mejor dicho que en ese caso- que recientes investigaciones estadounidenses acaban de corroborar. Mi intuición era que, en un mundo en el que todos creemos que existen modos habituales de tomar decisiones, hacer caso a los impulsos del corazón o, por el contrario, a lo que dicta la cabeza, resulta que uno y otra fallan más que una escopeta de feria. En cambio, las decisiones que se toman atendiendo a otra víscera mucho menos glamurosa, y a la que desde luego ningún poeta ha dedicado ni una mísera línea, son más acertadas. Hablo del estómago, las entrañas, que es donde todos situamos la intuición, las decisiones más irracionales. Ahí va un ejemplo. Conoce uno a un hombre o mujer sensacional. Las hormonas se revolucionan, los pulsos laten locos y cada vez que él o ella nos mira nos sube la bilirrubina. 
Acto seguido, siguiendo los dictados del corazón, uno diagnostica que ha encontrado a su media naranja, se abandona al delirio y salga el sol por Antequera. Y lo curioso del caso es que lo hace así varias veces a lo largo de la vida, a pesar de que no hay más que mirar el currículum sentimental de cualquiera para darse cuenta de que todos tenemos un impresentable, un tonto o incluso un canalla elegido gracias a esta víscera que seguimos creyendo infalible.