Sentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al
puerto, leo a la última luz de la tarde. De vez en cuando levanto la
mirada y observo a la gente que pasa. En un extremo del paseo hay un
mercadillo, y en el otro un grupo de negros que venden gafas de sol,
bolsos, música y películas. Todo falso o pirata, naturalmente. Hace un
rato, uno de ellos me regaló una anécdota personal simpática, cuando me
detuve curioso a mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi
interés, cogió una peli en su funda de plástico, me puso una mano
persuasiva en el hombro, y me aconsejó, entendido y grave, casi
paternal: «Ésta es muy buena».
Leo, miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más, refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada.
Me fijo en los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí, ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir: parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante, sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás, charlando de sus cosas.
Me gusta observar el paso migratorio de esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería, su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos.
No hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano, pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más.
Leo, miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más, refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada.
Me fijo en los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí, ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir: parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante, sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás, charlando de sus cosas.
Me gusta observar el paso migratorio de esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería, su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos.
No hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano, pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más.