En 1960 a un profesor de la universidad
estadounidense de Stanford se le ocurrió poner a niños y niñas de cinco
años ante un difícil dilema. Les dijo que o bien podían servirse un
puñado de chuches ahora o esperar veinte minutos y recibir el doble. Su
propósito era estudiar cómo los más jóvenes se comportan ante una
recompensa retardada, pero lo que acabó descubriendo, pasados unos años,
fue algo mucho más interesante. Sucedió que sus dos hijas, que habían
participado también en la prueba, hicieron un día repaso de cómo les
había ido en la vida a sus antiguos compañeros de experiencia y así se
descubrió que aquellos que mejor situación personal y laboral tenían en
el presente eran los que habían elegido esperar para recibir su
recompensa. Walter Mischel, que así se llama el profesor, elaboró a
partir de estos datos la muy famosa, en los Estados Unidos, teoría del
marshmallow experiment, o prueba de las chuches, destinada a averiguar
cómo funciona nuestro cerebro ante ciertas dificultades y/o carencias.
Explicó
entonces que los humanos manejamos dos sistemas de pensamiento. El
«caliente», que es impulsivo, emocional, y el «frío», considerado más
reflexivo, racional y estratégico. Se asume que pensar en frío
estimula el autocontrol y la fuerza de voluntad, lo que tiene como
consecuencia que quienes lo practican se conducen en la vida de forma
muy distinta que los pensadores en caliente. Sin embargo, estos tienen
también sus ventajas. Las corazonadas, las pasiones, las intuiciones
brillantes que se traducen en obras de arte o en composiciones e ideas
visionarias son producto de pensar en caliente. Mischel señala
que, a pesar de que hay personas genéticamente más inclinadas a pensar
en frío y otras más en caliente, el mandato genético es más maleable de
lo que pueda parecer, y ciertos atributos y rasgos de carácter se
modifican a voluntad o según las circunstancias. Para ilustrar esta
idea, Mischel señala como ejemplo el notable incremento que ha
experimentado en los últimos cincuenta años el cociente intelectual de
la población en los países del llamado Primer Mundo. Medio
siglo es poco tiempo para que el cambio pueda atribuirse a la evolución,
de modo que tan significativo aumento demuestra que nuestro cerebro es
más plástico de lo que antes se pensaba. Hasta tal punto que es capaz de
modificar la herencia genética recibida. Volviendo al pensamiento frío o
caliente, ahora sabemos que, dependiendo de las exigencias del entorno,
de la voluntad o simplemente de las modas, nos convertimos en uno u
otro tipo de pensadores. Por extensión, puede decirse entonces que hay
épocas en las que reina el pensamiento caliente, como las guerras, las
exaltaciones patrióticas, las grandes gestas y también en los periodos
de decadencia, en los que la gente tiende a vivir el presente como si no
hubiera mañana.