domingo, 20 de julio de 2014

El dominico y el jesuita: Arturo Pérez-Reverte

Hay amigos de los que estás orgulloso. Personas sobre las que, cuando tienes una edad que permite hacer inventario de cuanto llevas en la mochila, puedes decir: «Algo bueno debí de tener cuando éste o aquélla me tuvieron afecto o me llamaron amigo». Echándole hoy un vistazo al Oráculo Manual y arte de prudencia de Gracián -incomprensible que no sea de lectura y debate obligatorios en los colegios-, al que suelo acudir como otros recurren a los analgésicos, he recordado a dos de esos amigos. O a tres: Alberto Montaner, Pepe Perona y Sergio Zamorano. Sergio era joven y guapo: ojos azules, pelo negro, alto y elegante. A las mujeres se les doblaban las rodillas cuando sonreía. Era profesor de derecho mercantil en la universidad de Sevilla, y siempre empezaba el curso con el primer capítulo de El conde de Montecristo. Pepe Perona era catedrático de gramática histórica. Alberto Montaner, catedrático de filología española y autor de la extraordinaria edición anotada del Cantar del Cid. De ellos, Pepe y Sergio están muertos; pero hace quince años estábamos sentados los cuatro en torno a una mesa del café Gijón. Lo recuerdo muy bien, pues desde entonces pienso en ellos, en aquel momento formidable que su amistad me deparó, cada vez que leo, en Gracián: «Sea el amigable trato escuela de erudición, y la conversación, enseñanza culta; un hacer de los amigos maestros... Singular grandeza es servirse de sabios».
Sergio era joven, leal y entusiasta. Perona -le gustaba ser llamado maestro de gramática- y Montaner eran veteranos correosos, de una cultura extrema y dotados con deslumbrante inteligencia; dos de las mentes más intelectualmente superiores que conocí jamás. Y gracias a ellos, Sergio y yo asistimos, aquella tarde, a uno de los diálogos más fascinantes de nuestras vidas. Todo había empezado con una charla banal sobre el concepto de amistad, de amigos y enemigos, de unos y otros; y al cabo, la conversación recayó en Perona y Montaner, convertida en una brillante sucesión de argumentos y réplicas, con Sergio y yo escuchándolos absortos. Y poco a poco, atento a cuanto decían y disfrutándolo como testigo afortunado, fui comprendiendo lo que pasaba: sin acuerdo previo, por simple duelo de inteligencias, Perona estaba adoptando el papel casuístico de un jesuita; y Montaner, siguiéndole el juego, el escolástico de un dominico. «Uno de los nuestros, decía Perona, es cualquiera que nos favorezca de alguna manera». A lo que objetaba Montaner: «Error, error. Dibujemos un mapa de coordenadas cartesianas para reconocer a los nuestros. Lo será quien encaje en él».
Fue fascinante. Un privilegio, como digo. Sergio, mucho más joven, escuchaba boquiabierto, bebiéndose las palabras de cada uno, sin comprender del todo, al principio, pero intuyendo que asistía a una escena extraordinaria, irrepetible. Yo, mayor y más resabiado, sin atreverme a decir una palabra por no romper el encanto de la situación, creía encontrarme en el concilio de Trento o un poco más allá, en plena polémica De Auxiliis, oyendo discutir a Molina contra Báñez. Los dos antagonistas, brillantes hasta lo excelso en su mesa del café, disfrutaban como gorrinos uno del otro, asumiendo sus respectivos papeles -que podían haber trocado sin despeinarse- con genial desenvoltura.

El club de las segundas esposas: Carmen Posadas

A raíz de la reedición de mi libro El síndrome de Rebeca, que habla de cómo influye la sombra de un amor anterior en la vida de una persona, he tenido oportunidad de conocer a Maite. Ella junto con su «compi de fatigas», como muy gráficamente la denomina, han fundado el colectivo de las Segundas Esposas. La idea es dar visibilidad a un problema que pasa del todo inadvertido en la sociedad de hoy, a las situaciones grotescas, increíbles y casi siempre injustas que se producen como consecuencia de los dictámenes de ciertos jueces de familia después de una sentencia de divorcio. He aquí algunos casos. Elena Porras, que ha escrito un libro titulado Calla y paga, explica en él cómo su novio, que está divorciado, al quedarse en el paro solicitó modificar la pensión que hasta entonces pasaba a su ex. El juez no solo no la disminuyó, sino que decretó que, si él no tenía dinero, debía ser Elena quien pagase algo que tiene todos los visos de ser ilegal, puesto que no se puede obligar a alguien a pagar deudas que no son suyas.
El caso de E. aún es más increíble. Su marido también perdió su trabajo. La sentencia de divorcio de su primer matrimonio lo obligaba al pago de la hipoteca de la casa en la que ahora vive su hijo con su ex y su actual pareja. Muy bien, pues resulta que E., que acababa de dar a luz gemelas, se encuentra ahora con el siguiente panorama. La jueza, al no poder el atribulado padre hacer frente a su compromiso por estar en paro, ha embargado el finiquito de la empresa en la que él trabajaba y también su prestación por desempleo sin tener en cuenta para nada a las dos recién nacidas de su unión con E., que, según esto, deben de ser hijas de segunda clase o algo así. Otro caso curioso es el que se produce con las herencias. Al morir su suegra, M. se llevó la sorpresa de ver cómo el dinero que recibió su marido fue a parar íntegro a su ex para gastos del hijo mayor, mientras que los habidos en el segundo matrimonio no recibieron nada. Como consecuencia de todas estas situaciones, la vida de muchos hombres divorciados está actualmente tan judicializada que parece una carrera de obstáculos. Organizar unas simples vacaciones es toda una odisea y no digamos hacer un viaje al extranjero, puesto que acontecimientos como estos se prestan siempre al chantaje: «O me das esto y lo otro, o el niño no se mueve de casa, etcétera».
Como es fácil de deducir, casos como los que acabo de reseñar son efectos colaterales de injusticias anteriores. Después de que la ley favoreciera durante siglos los derechos de los hombres frente a los de las mujeres, ahora nos hemos ido al otro extremo del péndulo. Al producirse un divorcio, se tiende a discriminar positivamente a favor de la que se considera la parte más débil, es decir, la mujer. Por supuesto eso está muy bien, pero siempre que se haga con criterio, y no como norma sin tener en cuenta las circunstancias de cada caso. Al final, como bien dice Maite, las discriminaciones son siempre horribles, aunque sean positivas. Pero lo más lamentable, a mi modo de ver, es la santa omertá o ley de silencio que parece haberse instaurado alrededor de este problema. Algunas voces se han alzado para denunciarla, pero, hasta ahora, con poco éxito. Existe, por ejemplo, una Plataforma Ciudadana por la Igualdad, liderada por un juez sevillano, pero su labor se ha visto seriamente amenazada por los lobbies feministas más furibundos.
Hace apenas unos días, una sentencia pionera ha dado la razón a un padre que reclamaba que se pagase a medias el viaje de su hijo para pasar con él los días que le correspondían.