lunes, 18 de agosto de 2014

El jubilado nacional: Arturo Pérez-Reverte

Sentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al puerto, leo a la última luz de la tarde. De vez en cuando levanto la mirada y observo a la gente que pasa. En un extremo del paseo hay un mercadillo, y en el otro un grupo de negros que venden gafas de sol, bolsos, música y películas. Todo falso o pirata, naturalmente. Hace un rato, uno de ellos me regaló una anécdota personal simpática, cuando me detuve curioso a mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi interés, cogió una peli en su funda de plástico, me puso una mano persuasiva en el hombro, y me aconsejó, entendido y grave, casi paternal: «Ésta es muy buena». 
Leo, miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más, refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada. 
Me fijo en los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí, ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir: parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante, sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás, charlando de sus cosas.
Me gusta observar el paso migratorio de esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería, su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos.
No hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano, pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más.

El efecto Panayotis: Carmen Posadas

Espero que la embarazosa confesión que me dispongo a hacer sobre mi vida sentimental pueda ayudar a alguien que esté viviendo un fracaso amoroso. Tal vez la historia (que dice muy poco en mi favor, ya lo verán) no alivie del todo su mal de amores, aunque pienso que quizá le ayude a verlo de otro modo. En las relaciones personales se confunde con demasiada frecuencia un corazón roto con lo que no es más que un ego magullado. O, lo que es lo mismo, casi lo que más duele no es perder a esa persona, estupenda, sensacional, blablablá, sino la sensación de haber fracasado. Muy bien, pues ahora déjenme que les cuente lo que me ocurrió una vez en una remota isla griega. Me encanta viajar sola, y durante años procuraba reservar siempre unos quince días de mis vacaciones y perderme por ahí sin más compañía que unos cuantos libros. En aquella ocasión elegí visitar Kythira, una isla del Peloponeso que, si no la conocen (y casi seguro que no, porque no está en los circuitos turísticos habituales), se la recomiendo. No solo porque es el mágico lugar en el que según la leyenda Afrodita nació de las olas, sino porque es como viajar atrás en el tiempo. Por aquel entonces, hablo de hace unos diez años, se conservaba exactamente igual que a mediados del siglo anterior. En sus pueblos blancos y añil, achicharrados por el sol, aún era posible tomar Ouzo en un café sin más compañía que la de un pope, un perro y un par de pescadores de sardinas. Como digo, el lugar era de ensueño y allí estaba yo jugando a que era un personaje de Lawrence Durrell cuando apareció en mi vida Panayotis. Así se llamaba un tipo bajito, calvo y recio, dueño de un negocio de alquiler de bicicletas que, según dijo, cayó fulminado por mis encantos desde el primer momento en que me vio. De nada sirvió que le explicara amablemente que me había venido tan lejos para no ver a nadie. Panayotis insistía, me traía flores, venía a buscarme todas las mañanas como si nada. No era un pesado, de modo que charlábamos un rato, yo le reiteraba mi necesidad de estar sola y él, después de soltarme seis o siete piropos, se marchaba. Todo, muy bien. Pero resulta que un día me llamaron desde España para darme una magnífica noticia profesional, un salto muy grande en mi carrera. Y, en el mismo momento en que me informaban de que dos grandes editoriales americanas habían hecho importantes ofertas por mis libros, emergió Panayotis en el horizonte. Recuerden que yo estaba sola en la isla. Recuerden que a uno, cuando le pasa algo realmente bueno, necesita compartirlo con alguien. Total, que en mi alegría y ante la sorpresa de mi rendido festejante voy yo y le planto un besazo diciendo: «Esta noche te invito a cenar, Panayotis». ¿Y saben lo que pasó? Pues que se quedó mirándome, se rascó un poco la calva sudorosa y con aire de escurrir el bulto va y me dice: «Bueno... es que tengo muchísimo trabajo; si puedo, me paso a las nueve. Ya veremos». Y a esa hora ahí me tienen ustedes vestida para cenar, monísima y consultado cada dos minutos el reloj, esperando a Panayotis, que no vino, sino que telefoneó cinco minutos antes de la cita para plantarme como una lechuga. 
Desde aquel momento, me encontré pensando a todas horas en él.