domingo, 18 de septiembre de 2011

Juan Manuel de Prada: Nostalgia de la tierra

Llamo por teléfono a un amigo, octogenario casi y un completo sabio, para invitarlo a participar en el programa de televisión que dirijo, Lágrimas en la lluvia, y lo pillo en un pueblo de Galicia, en unas tierras que allí posee. Deduzco que se halla todavía disfrutando de sus vacaciones, pero enseguida descubro que no son unas vacaciones al uso: ha viajado solo, no ha metido ni un solo libro en la maleta y, según me confiesa, emplea todas las horas del día en tareas agrícolas, a simple vista incongruentes en alguien de su edad y condición. Cava la tierra, corta la leña, arranca malezas, planta árboles, recolecta frutos. Como es un hombre que ha dedicado su vida entera al estudio y a la enseñanza, que ha publicado multitud de libros y artículos, me sorprende sobre todo que en sus vacaciones eremíticas haya decidido despojarse hasta de los libros que han sido sus compañeros del alma durante tantos años, como si necesitara, siquiera por unas semanas, palpar esa vida elemental y áspera –vida verdadera– que la gran ciudad nos ha vedado. Recordé los versos de fray Luis: «¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal bullicio / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!».

Creo que en todo hombre –aun en el más embebido de los ritmos y estridencias de la gran urbe– palpita un anhelo de esa vida beata, horaciana, apegada a la tierra, desentendida de los afanes mundanos que nos gastan y vacían.

En algunos es nostalgia de una infancia perdida (tal vez soñada), en otros es conciencia de una amputación que no aciertan a explicarse; no faltan quienes tratan de espantar esa querencia, convenciéndose de que una vida regida por los ciclos naturales, libre de toda usura, debe de estar erizada de incomodidades y penitencias insufribles (e imaginando esas supuestas penitencias e incomodidades se consuelan de las suyas propias, acaso más insufribles). En el hombre dedicado al estudio o a la creación artística este anhelo quizá sea más fuerte y perentorio: por un lado, el trabajo de gabinete exige salirse del tráfago que nos rodea; y por otro, ese mismo trabajo, que exalta nuestras facultades mentales, demanda, a modo de contrapeso, un contacto cierto con las cosas sencillas y ancestrales que nutren la vida y la inspiración. Suele decirse de muchos artistas, filósofos y escritores que escondían en sus entretelas un \''hombre de acción\'' reprimido; y por dar rienda suelta a ese \''hombre de acción\'' reprimido muchos artistas, filósofos y escritores han hecho las burradas más variopintas, desde traficar con armas a batallar contra el turco. Chateaubriand, que conoció en su juventud el ardor guerrero y en su madurez se arrojó al remolino de la intriga política, buscó en la vejez, despreocupado de la fama, el «almo reposo» de su finca en Saint-Malo, en donde se dedicó a plantar árboles; a simple vista, pudiera entenderse que su retiro en Saint-Malo fue una refutación de su vida anterior, pero yo más bien creo que fue la realización plena de una vocación que en etapas anteriores de su existencia había buscado desnortadamente, confundiéndola con un deseo de \''agitación\'' y \''protagonismo\'', cuando lo que en realidad buscaba era zambullirse en las cosas ciertas de la vida, con los pies clavados en la tierra y la mirada dirigida al cielo.

He sentido sana envidia de este amigo casi octogenario que, siquiera por unas semanas, «roto casi el navío», labra los campos heredados de sus padres y goza recolectando las peras y vendimiando la uva que compite con la púrpura. Lo he imaginado volviendo a casa al final de la jornada, con la azada al hombro, la espalda dolorida y las manos despellejadas, olvidado de sus clases y de sus libros, olvidado de agendas y compromisos, más vivo que nunca, en diálogo con los montes y los ríos, que siempre nos hablan en la lengua de Dios. Lo he imaginado enjugándose el sudor, deteniéndose a escuchar el latido nuevo de su corazón, auscultando en la noche las primeras estrellas, como una promesa de gloria, antes de entregarse a un «no rompido sueño», del que despertará a la mañana siguiente, entre el «cantar suave no aprendido» de los pájaros madrugadores, para abrazarse al «día puro, alegre, libre» que le abre sus escondidas sendas. He sentido sana envidia de este amigo y me he jurado que seguiré su ejemplo no tardando mucho, tal vez mañana mismo. Pero ¿por qué dejaremos para mañana lo que podemos hacer hoy? ¿Por qué seremos tan redomados cobardes?

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