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lunes, 20 de febrero de 2017

El destino de nuestros ahorros: Juan Manuel de Prada

Si entre mis lectores se cuenta algún modesto ahorrador, habrá observado que desde hace algún tiempo los bancos ya no le pagan intereses; o, en todo caso, le pagan unos intereses birriosos, que ni siquiera mitigan los efectos de la inflación. Si este modesto ahorrador se queja en el banco donde guarda sus ahorros, le responderán -tratando de excitar su codicia- que, si desea obtener mayor rendimiento, deberá meter sus ahorros en un ‘fondo de inversión’. Pues la consigna de la canalla financiera es obligar a los ahorradores a participar de estos enjuagues, so pena de que sus ahorros se devalúen. Conviene, sin embargo, que sepamos cuál es el destino de nuestros ahorros, antes de dejarnos excitar por la codicia.
En otras épocas, los bancos recibían el dinero de sus depositantes y lo empleaban para hacer préstamos a empresas y particulares, a cambio de un interés que servía para que el dinero de sus depositantes no se devaluase, así como para que el banco obtuviese unos legítimos beneficios.

sábado, 11 de febrero de 2017

El arte de hacer el ridículo: Carmen Posadas

Siempre he sido muy sensible al ridículo, tanto propio como el que veo en los demás. El sentido del ridículo propio es un arma de doble filo; por un lado evita a uno hacer el canelo, pero por otro puede resultar paralizante, sobre todo cuando se es tímido y necesita ese puntito de arrojo para afrontar situaciones que los más despachados superan con soltura. En cambio, ser capaz de ver la ridiculez ajena siempre es útil y redentor. Dickens, en una de sus novelas, por ejemplo, relata cómo un pobre contable encontró la manera de sobrevivir a eso que ahora llamamos ‘acoso laboral’. Recrearse en la ridícula ensaimada capilar que su jefe entretejía sobre su cabeza y que pegoteaba a su calva con cierto unto que hacía que orbitasen sobre ella como planetas varias moscas verdes y gruesas. Decía La Rochefoucauld que si en un hombre no aparece un lado ridículo es que no hemos mirado bien. Hasta los más célebres lo tienen. También, o tal vez deberíamos decir sobre todo, lo tienen los autoritarios. Julio César, por ejemplo, era calvo y cabezón; Napoleón, bajito y oviforme; Franco tenía voz de tiple; mientras que el bigote de Hitler es de los más risibles que ha dado la historia.

los gatos habitan con nosotros desde hace 10.000: Fernando González-Sitges

Amados y odiados a lo largo de la historia, deificados y demonizados, se hicieron un lugar en nuestras vidas manteniendo lejos de nuestras cosechas a todo roedor. Sin embargo, más que domesticarlos, a los gatos les hemos dejado convivir con nosotros: son el único animal doméstico que no se rinde a nuestro dominio. ¿Por qué?
El cazador se aplasta contra el suelo. Delante, a pocos metros, su presa come brotes tiernos sin advertir el peligro. Cazador y presa son del mismo tamaño, pero el primero va realmente armado.
Poderosos colmillos, afiladas garras, una agilidad prodigiosa… El arsenal de un cazador consumado. Con el sigilo de una sombra, el felino se acerca un poco más a su objetivo. Sus ojos de cazador están diseñados para ver perfectamente en la penumbra y aun en la oscuridad de la noche. Mientras su presa apenas ve las hierbas que come, él registra cada detalle del entorno. Sus músculos se tensan marcando el momento previo al salto. De pronto, el felino surge de la oscuridad con una velocidad inesperada. En segundos, el conejo ha muerto, estrangulado. Una voz entonces saca al felino del mundo salvaje de su instinto. La mujer que lo acoge en su casa lo llama anunciando una cena apetitosa y un refugio caliente y cómodo. Como si la voz humana lo hubiera transformado, el gato suelta su presa y con elegante suficiencia se encamina a su hogar avisando de su llegada con suaves maullidos.

martes, 5 de julio de 2016

Carmen Posadas: Zavalita y las feministas

El viernes es la fiesta de fin de curso, cada madre traerá algo para la merienda. Por supuesto tú puedes aportar una tarta que compres por ahí en vez de algo casero, como estás tan ocupada...». Este diálÿogo, sacado de una película de Anne Hathaway, resume un hecho nuevo y nada tranquilizador: el regreso, a través de la moda de lo natural y ecológico, de ciertos roles femeninos más ancestrales y retrógrados. Esta otra escena la viví hace unos meses. En un vuelo transatlántico me tocó al lado una mamá joven, muy guapa y con estudios universitarios, que viajaba con su hijo de dos años. Ante mi sorpresa, llegada la hora empezó a dar de mamar al retoño después de que este, hablando como un catedrático, solicitara el servicio de comedor. No seré yo quien se mese los cabellos ante las madres que reclaman su derecho a alimentar a sus hijos cómo y cuándo les plazca, allá cada cual con su particular afán de protagonismo, por no decir exhibicionismo. Pero ¿es compatible con una vida profesional amamantar niños hasta esa edad? Tampoco parece muy compatible con el trabajo lo que propugnan las muy progresistas 'miembras' de la CUP. Ellas desean que los centros de salud promuevan «métodos alternativos de recoger el sangrado menstrual» a los caros y poco ecológicos tampones y compresas. Para ello abogan por el sangrado libre (sic) y la utilización de esponjas marinas (sic también). Otro tema a debate hoy en día es el parto en casa. ¿Para qué ir a un hospital si se puede parir igual en el colchón de casa, como sacraliza un conocido anuncio de televisión? Por supuesto, y una vez más, parir con dolor es una opción, pero no parece precisamente 'moderno' anteponer la intimidad a la seguridad o considerar irrelevante la contribución del parto hospitalario a la hora de reducir la mortalidad materno-infantil. Mención aparte merece la terrible lacra de la violencia de género. Podría uno pensar que tales conductas son secuelas del pasado, de una educación machista y, por tanto, ajena a generaciones más jóvenes. Las estadísticas dicen lo contrario.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Sueldos privados: Juan Manuel de Prada

Es habitual que, cuando se reclama que los sueldos de los funcionarios públicos estén sometidos a regulación, se defienda a renglón seguido que los sueldos del sector privado puedan regirse exclusivamente por el criterio del contratador. Así, por ejemplo, se justifica que los altos ejecutivos de las empresas ganen millonadas, o incluso que perciban gratificaciones añadidas desmesuradas, pues se defiende cada uno hace con su dinero lo que quiere; y una empresa privada, cuando decide hacer estos pagos estratosféricos, está gastando de lo que ha ganado y no está sustrayendo fondos públicos. Esta monserga se repite mucho constantemente en medios de comunicación, incluso entre los que presumen de 'inspiración cristiana', que suelen ser los que con mayor alegría defienden estas burradas anticristianas, para corrupción de sus clientelas zombis.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Pensamiento en frío, pensamiento en caliente: Carmen Posadas

En 1960 a un profesor de la universidad estadounidense de Stanford se le ocurrió poner a niños y niñas de cinco años ante un difícil dilema. Les dijo que o bien podían servirse un puñado de chuches ahora o esperar veinte minutos y recibir el doble. Su propósito era estudiar cómo los más jóvenes se comportan ante una recompensa retardada, pero lo que acabó descubriendo, pasados unos años, fue algo mucho más interesante. Sucedió que sus dos hijas, que habían participado también en la prueba, hicieron un día repaso de cómo les había ido en la vida a sus antiguos compañeros de experiencia y así se descubrió que aquellos que mejor situación personal y laboral tenían en el presente eran los que habían elegido esperar para recibir su recompensa. Walter Mischel, que así se llama el profesor, elaboró a partir de estos datos la muy famosa, en los Estados Unidos, teoría del marshmallow experiment, o prueba de las chuches, destinada a averiguar cómo funciona nuestro cerebro ante ciertas dificultades y/o carencias.
Explicó entonces que los humanos manejamos dos sistemas de pensamiento. El «caliente», que es impulsivo, emocional, y el «frío», considerado más reflexivo, racional y estratégico. Se asume que pensar en frío estimula el autocontrol y la fuerza de voluntad, lo que tiene como consecuencia que quienes lo practican se conducen en la vida de forma muy distinta que los pensadores en caliente. Sin embargo, estos tienen también sus ventajas. Las corazonadas, las pasiones, las intuiciones brillantes que se traducen en obras de arte o en composiciones e ideas visionarias son producto de pensar en caliente. Mischel señala que, a pesar de que hay personas genéticamente más inclinadas a pensar en frío y otras más en caliente, el mandato genético es más maleable de lo que pueda parecer, y ciertos atributos y rasgos de carácter se modifican a voluntad o según las circunstancias. Para ilustrar esta idea, Mischel señala como ejemplo el notable incremento que ha experimentado en los últimos cincuenta años el cociente intelectual de la población en los países del llamado Primer Mundo. Medio siglo es poco tiempo para que el cambio pueda atribuirse a la evolución, de modo que tan significativo aumento demuestra que nuestro cerebro es más plástico de lo que antes se pensaba. Hasta tal punto que es capaz de modificar la herencia genética recibida. Volviendo al pensamiento frío o caliente, ahora sabemos que, dependiendo de las exigencias del entorno, de la voluntad o simplemente de las modas, nos convertimos en uno u otro tipo de pensadores. Por extensión, puede decirse entonces que hay épocas en las que reina el pensamiento caliente, como las guerras, las exaltaciones patrióticas, las grandes gestas y también en los periodos de decadencia, en los que la gente tiende a vivir el presente como si no hubiera mañana.

martes, 18 de noviembre de 2014

Basta de tanto: Carmen Posadas

Cuentan que en la Francia prerrevolucionaria, y gracias a las enseñanzas del filósofo Rousseau, se produjo una extraña fiebre que tuvo como consecuencia la vuelta a los valores naturales. De pronto, a María Antonieta y sus damas de compañía les dio por disfrazarse de pastorcitas y ordeñar vacas; los hombres abandonaron sus empolvadas pelucas para adoptar el aire rudo, hirsuto y sudoroso de los labradores; y, en una sociedad en la que era habitual contratar amas de cría, se puso de moda, oh escándalo, que las damas de la nueva y pujante burguesía amamantaran a sus criaturas a la vista de todos. Quien más quien menos todos querían convertirse (o al menos fingirse) en ese buen salvaje, quintaesencia de la bondad, la inocencia y la virtud que, según Rousseau, anida en nuestras almas hasta que las instituciones nos pervierten.
Personalmente, Rousseau siempre me ha parecido un farsante, por no decir un jeta. Y no solo porque tan gran benefactor de la humanidad abandonó en un orfanato a cinco hijos, cinco, con la excusa de que no lo dejaban trabajar. Me carga Rousseau porque es el precursor del buenismo, ese movimiento telúrico que desde años recorre el mundo con sus infinitas bobadas. Pasen y vean, he aquí una de las últimas. Unos lo llaman niñismo, otros sobrepaternidad, y parece como si, de un tiempo a esta parte, todo el mundo se hubiera vuelto gagá con los niños. Se diría que la gente acaba de descubrir o, mejor aún, inventar, la condición de padre o de madre, sobreactuando hasta convertirse todos en gallinas cluecas. Unos ejemplos curiosos. Madres que amamantan a sus criaturas hasta que cumplen dos años; parejas que practican el co-lecho, esto es, permitir que el nene duerma con ellos hasta que y son palabras textuales «él mismo decida que ha llegado el momento de emanciparse»; familias que piden un crédito para celebrar la primera comunión más cara / extravagante y original; padres helicóptero, así llamados porque revolotean sobre sus hijos planificando su ocio para que supuestamente no se aburran: móntate en el columpio, bájate del columpio, haz un castillo de arena, trepa al árbol, bájate del árbol, ¿qué tal ahora un poco de patinete?
Y por fin mi imbecilidad favorita: entre los padres ricos y gagás de Estados Unidos se considera un signo de estatus organizar excursiones familiares a Nueva York para llevar la muñeca de sus hijas a la peluquería. Lo curioso del caso es que esta manía de los padres de convertirse en party planners de la vida de sus hijos no está siendo bien recibida por los destinatarios de tan rendidas atenciones. «Me gustaría que mis padres tuvieran otro hobby que no sea yo» le confesó un niño de once años a Adela Dubra, autora uruguaya de un libro que está teniendo un éxito enorme en el Cono Sur, llamado Basta de tanto. También en el libro se señala la extraña paradoja de que las mujeres son las más perjudicadas por esta niñitis aguda. En efecto, si para ser una buena madre una tiene que parir en casa como ahora se propugna, amamantar a la criatura hasta que le salgan todos los dientes, y luego convertirse en un cruce entre mamá gallina y Mary Poppins, no queda tiempo para desarrollar una carrera propia o un trabajo interesante. Por supuesto todo lo que señalo afecta a personas con una cierta holgura económica. Cuando uno lucha por dar de comer a sus hijos, no tiene tiempo para pavadas, pero, aun así, existe en todos los estratos sociales una nueva corriente que culpabiliza sobre todo a las mujeres, haciéndoles sentir que son malas madres si no dedican el cien por cien de sus afanes a los hijos.

lunes, 18 de agosto de 2014

El jubilado nacional: Arturo Pérez-Reverte

Sentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al puerto, leo a la última luz de la tarde. De vez en cuando levanto la mirada y observo a la gente que pasa. En un extremo del paseo hay un mercadillo, y en el otro un grupo de negros que venden gafas de sol, bolsos, música y películas. Todo falso o pirata, naturalmente. Hace un rato, uno de ellos me regaló una anécdota personal simpática, cuando me detuve curioso a mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi interés, cogió una peli en su funda de plástico, me puso una mano persuasiva en el hombro, y me aconsejó, entendido y grave, casi paternal: «Ésta es muy buena». 
Leo, miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más, refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada. 
Me fijo en los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí, ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir: parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante, sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás, charlando de sus cosas.
Me gusta observar el paso migratorio de esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería, su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos.
No hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano, pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más.

El efecto Panayotis: Carmen Posadas

Espero que la embarazosa confesión que me dispongo a hacer sobre mi vida sentimental pueda ayudar a alguien que esté viviendo un fracaso amoroso. Tal vez la historia (que dice muy poco en mi favor, ya lo verán) no alivie del todo su mal de amores, aunque pienso que quizá le ayude a verlo de otro modo. En las relaciones personales se confunde con demasiada frecuencia un corazón roto con lo que no es más que un ego magullado. O, lo que es lo mismo, casi lo que más duele no es perder a esa persona, estupenda, sensacional, blablablá, sino la sensación de haber fracasado. Muy bien, pues ahora déjenme que les cuente lo que me ocurrió una vez en una remota isla griega. Me encanta viajar sola, y durante años procuraba reservar siempre unos quince días de mis vacaciones y perderme por ahí sin más compañía que unos cuantos libros. En aquella ocasión elegí visitar Kythira, una isla del Peloponeso que, si no la conocen (y casi seguro que no, porque no está en los circuitos turísticos habituales), se la recomiendo. No solo porque es el mágico lugar en el que según la leyenda Afrodita nació de las olas, sino porque es como viajar atrás en el tiempo. Por aquel entonces, hablo de hace unos diez años, se conservaba exactamente igual que a mediados del siglo anterior. En sus pueblos blancos y añil, achicharrados por el sol, aún era posible tomar Ouzo en un café sin más compañía que la de un pope, un perro y un par de pescadores de sardinas. Como digo, el lugar era de ensueño y allí estaba yo jugando a que era un personaje de Lawrence Durrell cuando apareció en mi vida Panayotis. Así se llamaba un tipo bajito, calvo y recio, dueño de un negocio de alquiler de bicicletas que, según dijo, cayó fulminado por mis encantos desde el primer momento en que me vio. De nada sirvió que le explicara amablemente que me había venido tan lejos para no ver a nadie. Panayotis insistía, me traía flores, venía a buscarme todas las mañanas como si nada. No era un pesado, de modo que charlábamos un rato, yo le reiteraba mi necesidad de estar sola y él, después de soltarme seis o siete piropos, se marchaba. Todo, muy bien. Pero resulta que un día me llamaron desde España para darme una magnífica noticia profesional, un salto muy grande en mi carrera. Y, en el mismo momento en que me informaban de que dos grandes editoriales americanas habían hecho importantes ofertas por mis libros, emergió Panayotis en el horizonte. Recuerden que yo estaba sola en la isla. Recuerden que a uno, cuando le pasa algo realmente bueno, necesita compartirlo con alguien. Total, que en mi alegría y ante la sorpresa de mi rendido festejante voy yo y le planto un besazo diciendo: «Esta noche te invito a cenar, Panayotis». ¿Y saben lo que pasó? Pues que se quedó mirándome, se rascó un poco la calva sudorosa y con aire de escurrir el bulto va y me dice: «Bueno... es que tengo muchísimo trabajo; si puedo, me paso a las nueve. Ya veremos». Y a esa hora ahí me tienen ustedes vestida para cenar, monísima y consultado cada dos minutos el reloj, esperando a Panayotis, que no vino, sino que telefoneó cinco minutos antes de la cita para plantarme como una lechuga. 
Desde aquel momento, me encontré pensando a todas horas en él.

domingo, 20 de julio de 2014

El dominico y el jesuita: Arturo Pérez-Reverte

Hay amigos de los que estás orgulloso. Personas sobre las que, cuando tienes una edad que permite hacer inventario de cuanto llevas en la mochila, puedes decir: «Algo bueno debí de tener cuando éste o aquélla me tuvieron afecto o me llamaron amigo». Echándole hoy un vistazo al Oráculo Manual y arte de prudencia de Gracián -incomprensible que no sea de lectura y debate obligatorios en los colegios-, al que suelo acudir como otros recurren a los analgésicos, he recordado a dos de esos amigos. O a tres: Alberto Montaner, Pepe Perona y Sergio Zamorano. Sergio era joven y guapo: ojos azules, pelo negro, alto y elegante. A las mujeres se les doblaban las rodillas cuando sonreía. Era profesor de derecho mercantil en la universidad de Sevilla, y siempre empezaba el curso con el primer capítulo de El conde de Montecristo. Pepe Perona era catedrático de gramática histórica. Alberto Montaner, catedrático de filología española y autor de la extraordinaria edición anotada del Cantar del Cid. De ellos, Pepe y Sergio están muertos; pero hace quince años estábamos sentados los cuatro en torno a una mesa del café Gijón. Lo recuerdo muy bien, pues desde entonces pienso en ellos, en aquel momento formidable que su amistad me deparó, cada vez que leo, en Gracián: «Sea el amigable trato escuela de erudición, y la conversación, enseñanza culta; un hacer de los amigos maestros... Singular grandeza es servirse de sabios».
Sergio era joven, leal y entusiasta. Perona -le gustaba ser llamado maestro de gramática- y Montaner eran veteranos correosos, de una cultura extrema y dotados con deslumbrante inteligencia; dos de las mentes más intelectualmente superiores que conocí jamás. Y gracias a ellos, Sergio y yo asistimos, aquella tarde, a uno de los diálogos más fascinantes de nuestras vidas. Todo había empezado con una charla banal sobre el concepto de amistad, de amigos y enemigos, de unos y otros; y al cabo, la conversación recayó en Perona y Montaner, convertida en una brillante sucesión de argumentos y réplicas, con Sergio y yo escuchándolos absortos. Y poco a poco, atento a cuanto decían y disfrutándolo como testigo afortunado, fui comprendiendo lo que pasaba: sin acuerdo previo, por simple duelo de inteligencias, Perona estaba adoptando el papel casuístico de un jesuita; y Montaner, siguiéndole el juego, el escolástico de un dominico. «Uno de los nuestros, decía Perona, es cualquiera que nos favorezca de alguna manera». A lo que objetaba Montaner: «Error, error. Dibujemos un mapa de coordenadas cartesianas para reconocer a los nuestros. Lo será quien encaje en él».
Fue fascinante. Un privilegio, como digo. Sergio, mucho más joven, escuchaba boquiabierto, bebiéndose las palabras de cada uno, sin comprender del todo, al principio, pero intuyendo que asistía a una escena extraordinaria, irrepetible. Yo, mayor y más resabiado, sin atreverme a decir una palabra por no romper el encanto de la situación, creía encontrarme en el concilio de Trento o un poco más allá, en plena polémica De Auxiliis, oyendo discutir a Molina contra Báñez. Los dos antagonistas, brillantes hasta lo excelso en su mesa del café, disfrutaban como gorrinos uno del otro, asumiendo sus respectivos papeles -que podían haber trocado sin despeinarse- con genial desenvoltura.

El club de las segundas esposas: Carmen Posadas

A raíz de la reedición de mi libro El síndrome de Rebeca, que habla de cómo influye la sombra de un amor anterior en la vida de una persona, he tenido oportunidad de conocer a Maite. Ella junto con su «compi de fatigas», como muy gráficamente la denomina, han fundado el colectivo de las Segundas Esposas. La idea es dar visibilidad a un problema que pasa del todo inadvertido en la sociedad de hoy, a las situaciones grotescas, increíbles y casi siempre injustas que se producen como consecuencia de los dictámenes de ciertos jueces de familia después de una sentencia de divorcio. He aquí algunos casos. Elena Porras, que ha escrito un libro titulado Calla y paga, explica en él cómo su novio, que está divorciado, al quedarse en el paro solicitó modificar la pensión que hasta entonces pasaba a su ex. El juez no solo no la disminuyó, sino que decretó que, si él no tenía dinero, debía ser Elena quien pagase algo que tiene todos los visos de ser ilegal, puesto que no se puede obligar a alguien a pagar deudas que no son suyas.
El caso de E. aún es más increíble. Su marido también perdió su trabajo. La sentencia de divorcio de su primer matrimonio lo obligaba al pago de la hipoteca de la casa en la que ahora vive su hijo con su ex y su actual pareja. Muy bien, pues resulta que E., que acababa de dar a luz gemelas, se encuentra ahora con el siguiente panorama. La jueza, al no poder el atribulado padre hacer frente a su compromiso por estar en paro, ha embargado el finiquito de la empresa en la que él trabajaba y también su prestación por desempleo sin tener en cuenta para nada a las dos recién nacidas de su unión con E., que, según esto, deben de ser hijas de segunda clase o algo así. Otro caso curioso es el que se produce con las herencias. Al morir su suegra, M. se llevó la sorpresa de ver cómo el dinero que recibió su marido fue a parar íntegro a su ex para gastos del hijo mayor, mientras que los habidos en el segundo matrimonio no recibieron nada. Como consecuencia de todas estas situaciones, la vida de muchos hombres divorciados está actualmente tan judicializada que parece una carrera de obstáculos. Organizar unas simples vacaciones es toda una odisea y no digamos hacer un viaje al extranjero, puesto que acontecimientos como estos se prestan siempre al chantaje: «O me das esto y lo otro, o el niño no se mueve de casa, etcétera».
Como es fácil de deducir, casos como los que acabo de reseñar son efectos colaterales de injusticias anteriores. Después de que la ley favoreciera durante siglos los derechos de los hombres frente a los de las mujeres, ahora nos hemos ido al otro extremo del péndulo. Al producirse un divorcio, se tiende a discriminar positivamente a favor de la que se considera la parte más débil, es decir, la mujer. Por supuesto eso está muy bien, pero siempre que se haga con criterio, y no como norma sin tener en cuenta las circunstancias de cada caso. Al final, como bien dice Maite, las discriminaciones son siempre horribles, aunque sean positivas. Pero lo más lamentable, a mi modo de ver, es la santa omertá o ley de silencio que parece haberse instaurado alrededor de este problema. Algunas voces se han alzado para denunciarla, pero, hasta ahora, con poco éxito. Existe, por ejemplo, una Plataforma Ciudadana por la Igualdad, liderada por un juez sevillano, pero su labor se ha visto seriamente amenazada por los lobbies feministas más furibundos.
Hace apenas unos días, una sentencia pionera ha dado la razón a un padre que reclamaba que se pagase a medias el viaje de su hijo para pasar con él los días que le correspondían.

martes, 14 de enero de 2014

Carmen Posadas: Pensar con el estómago

Esta semana, aprovechando que estamos en fiesta, me voy a colgar una medallita. Hace unos meses, en estas Pequeñas infamias, compartí con ustedes una intuición -y nunca mejor dicho que en ese caso- que recientes investigaciones estadounidenses acaban de corroborar. Mi intuición era que, en un mundo en el que todos creemos que existen modos habituales de tomar decisiones, hacer caso a los impulsos del corazón o, por el contrario, a lo que dicta la cabeza, resulta que uno y otra fallan más que una escopeta de feria. En cambio, las decisiones que se toman atendiendo a otra víscera mucho menos glamurosa, y a la que desde luego ningún poeta ha dedicado ni una mísera línea, son más acertadas. Hablo del estómago, las entrañas, que es donde todos situamos la intuición, las decisiones más irracionales. Ahí va un ejemplo. Conoce uno a un hombre o mujer sensacional. Las hormonas se revolucionan, los pulsos laten locos y cada vez que él o ella nos mira nos sube la bilirrubina. 
Acto seguido, siguiendo los dictados del corazón, uno diagnostica que ha encontrado a su media naranja, se abandona al delirio y salga el sol por Antequera. Y lo curioso del caso es que lo hace así varias veces a lo largo de la vida, a pesar de que no hay más que mirar el currículum sentimental de cualquiera para darse cuenta de que todos tenemos un impresentable, un tonto o incluso un canalla elegido gracias a esta víscera que seguimos creyendo infalible.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Elemantal, querido Freud... o tal vez no tan elemental: Carmen Posadas

Ando leyendo estos días una fascinante y muy gruesa biografía de Freud escrita por Peter Gay que me ha permitido hacer no pocos descubrimientos sobre la naturaleza humana. Lo más curioso del caso es que basta con conocer ciertos detalles de la vida más privada de este personaje fundamental del siglo XX para comprender cómo y por qué elaboró sus teorías. Sus estudios sobre el incesto, el complejo de Edipo o su punto de vista sobre la homosexualidad, por ejemplo, tienen su raíz en circunstancias perfectamente reconocibles de su vida. Hoy quiero hablarles de una, quizá no la más importante, pero que me ha llamado la atención porque corresponde a una mezquindad humana bastante habitual y, a la vez, difícil de entender para quien la sufre. En mi cósmica ignorancia desconocía que el verdadero inventor del psicoanálisis no fue Freud, sino otro colega suyo de nombre Breuer que, junto con su paciente, Bertha Pappenheim, mundialmente famosa ahora bajo el seudónimo de Anna O, pergeñaron un método de curación a través de la palabra, que ella llamaba muy gráficamente «limpieza de chimeneas», y que es el germen de lo que conocemos como psicoanálisis.
Sin embargo, lo que más me interesó de este dato no fue tanto el hecho de que descubrimiento tan renombrado no fuera de Freud, sino su reacción al respecto. Por lo visto, una vez que Freud abrazara dicho método de curación, comenzó a distanciarse de Breuer.

domingo, 20 de octubre de 2013

El amor es para quien lo trabaja: Carmen Posadas

Desde que el mundo es mundo, la gente intenta comprender ese extraño fenómeno del que Ovidio dio la que para mí es una de sus más certeras definiciones. Según él, el amor es un no sé qué que viene no sé por dónde, se va no sé por qué y a veces incluso mata. Ese no sé qué ha hecho, por ejemplo, que los psicólogos se devanen los sesos intentando teorizar sobre él. Sin embargo, hasta finales de los ochenta se interesaban primordialmente por su lado patológico. Es decir, trataban de comprender las razones clínicas por las que algunas personas no eran capaces de amar y otras amaban en exceso sin interesarse por averiguar cómo aman las personas como usted y como yo, la gente normal.
Según el psicólogo Robert J. Sternberg, uno de los primeros en investigar sobre lo que podríamos llamar el amor sano, se trata de una relación interpersonal que se caracteriza por tener tres componentes: pasión, es decir, un estado de intenso deseo sexual; afinidad o, como se dice ahora, estar en la misma onda; y, por fin, compromiso, que él define como la intención de las partes de mantener el amor y formalizarlo de alguna manera. Sobre estos tres vértices se sustenta tal sentimiento, y las diversas combinaciones de dichos elementos dan como resultado siete tipos de amor diferentes, sabiendo que las relaciones que se apoyan en uno o dos de estos vértices son más frágiles que las que se apoyan en los tres.

viernes, 9 de agosto de 2013

Spieler

Si siembras un deseo, recogerás una acción; si siembras una acción, recogerás un carácter; si siembras un carácter, recogerás un destino. Spieler

martes, 23 de julio de 2013

Estúpida vanidad: Carmen Posadas

Mucho antes de que Lampedusa dijera aquello de que «algo debe cambiar para que todo siga igual», los franceses habían acuñado ya una frase similar y más pesimista si cabe: «Plus ça change, plus cest la même chose», «más cambian las cosas, más iguales son». Por supuesto se puede argumentar que no es cierta, que la humanidad ha progresado en todos los sentidos y no solo en aspectos tecnológicos y sociales, sino que intrínsecamente también es mejor. Dicho de otro modo, somos mejores y más buenos que nuestros antepasados, ya no nos comemos los unos a los otros, por ejemplo, y las leyes que nos hemos dado sirven, si no para desterrar, al menos para embridar nuestros peores instintos. Somos, por tanto, la mejor versión del ser humano de todos los tiempos y, si bien existen aún injusticias, abusos y desmanes, el hecho de que vivimos en un mundo interconectado hace que todo se conozca y, por tanto, los sátrapas y abusadores no tienen más remedio que tentarse la ropa.
En efecto, los medios de comunicación por su celeridad y universalidad son quizá el invento humano que más ha contribuido a moderar los malos instintos del hombre y evitar o al menos disimular que el hombre siga siendo un lobo para el hombre. Sin embargo, es fascinante (y a la vez aterrador) observar cómo aquello que sirve para una cosa sirve también para la contraria. Así, medios de comunicación que contribuyen a frenar nuestro lado oscuro sirven también para potenciarlo. Tomemos el caso de Internet. Ese inmenso universo virtual en el que todo se ve, todo se sabe y que, por tanto, contribuye a fomentar la verdad y la transparencia permite a su vez que se manifieste el lado más cruel del ser humano. Decía Schopenhauer que el hombre hace el mal por instinto de supervivencia y, cuando la tiene asegurada, hace el mal por tedio.
Según él, no hay nada tan peligroso como esto último, pero yo, viendo lo que pasa en la Red, añadiría otro elemento igualmente perturbador: la vanidad estúpida. ¿Qué, si no, hace que tipos hechos y derechos se dediquen a colgar en la Red vídeos en los que se juegan su vida y también la de otros conduciendo a 250 kilómetros por hora en una autopista o haciendo balconing? ¿Qué impele a niños sanos y educados a grabar con sus teléfonos móviles la hazaña de vejar a un compañero de colegio? ¿Qué extraño e incomprensible placer produce incitar a una menor para que se desnude y mande su vídeo a un supuesto amigo que luego traiciona su confianza divulgándolo en la Red? ¿Son psicópatas y perturbados los que actúan de este modo?
Lo más fácil es una respuesta afirmativa y, sin embargo, todos sabemos que no es así. No seré yo quien le enmiende la plana a Schopenhauer, pero me parece que se quedó corto con su definición. Es verdad que el ser humano comete todo tipo de tropelías por un malentendido instinto de supervivencia, de ahí tantos egoísmos, tantos quítate tú para que me ponga yo, etcétera. También es cierto que el aburrimiento (o la pereza, como dice el refrán) es la madre de todos los vicios.

viernes, 15 de marzo de 2013

La monarquía: Andrew Morton


El hombre que hace dos décadas confesó a Diana de Gales (Diana, su verdadera historia) disecciona ahora a las damas de otra monarquía que vive su particular 'annus horribilis', la española. Andrew Morton acaba de llegar a España para presentar su libro sobre las damas de la familia Borbón ('Ladies of Spain. Sofía, Elena, Cristina y Letizia. Entre el deber y el amor'). Sin perder las exquisitas formas británicas y el sentido del humor tras horas de promoción, el escritor define a sus cuatro regias protagonistas: "Sofía: deber, humor, tristeza; Elena: española, dada al deber y al autocontrol; Cristina: ambiciosa, competitiva, agresiva; Letizia: perfeccionista, controladora, ambiciosa, independiente, locuaz".

A la manera de la prensa británica durante la conversación los protagonistas pierden el "doña", "don" o "infanta" para quedarse con sus simples nombres de pila. El hecho de ser británico le ha permitido escribir sobre la familia real española sin tabúes, asegura. "Eso es exactamente por lo que el editor contactó conmigo en 2012 y me pidió que echara un vistazo a la familia real española. La prensa española estaba demasiado cercana y querían tener un punto de vista objetivo, una perspectiva nueva sobre un tema conocido".
De este modo, en el libro aborda el matrimonio separado de los Reyes -"[Sofía] llevaba una vida independendiente y hacía la vista gorda ante la conducta de su esposo"-, los enlaces por amor de sus hijos y las personalidades de sus plebeyos cónyuges. Del pasado republicano de Doña Letizia y la escasa aceptación que tuvo entre los aristócratas españoles al afán de Iñaki 'suspensitos' por demostrar a su esposa su valía. "Doña Cristina no tenía una muy buena opinión de la capacidad empresarial de Iñaki antes de que entrara a trabajar en Nóos", escribe.
P.- En el libro profundiza en la cara menos conocida de las cuatro damas de la casa real española. De las cuatro, ¿cuál cree que nos va a sorprender más?
R.- Creo que Letizia. He encontrado mucho material interesante sobre ella. La narrativa de su vida es como un arco, más que la de Elena, Cristina y Sofía. Aunque creo que Cristina, con el escándalo económico, está atravesando sus propios problemas, que no van a ser solucionados en el futuro próximo.

lunes, 4 de marzo de 2013

Bendita rutina, Carmen Posadas


En mi vasta incultura, jamás había oído hablar de Konrad Lorenz. Y, sin embargo, este caballero premio Nobel de Medicina está considerado el padre de una muy interesante rama de la ciencia, la etología, que se encarga de estudiar el comportamiento de los animales y todo lo que este revela sobre nosotros, los humanos. En su libro Sobre la agresión, el pretendido mal, Lorenz elabora una brillante teoría que ayuda a entender por qué a veces llegamos a ser tan crueles.

Conocer las razones ocultas para actuar de una u otra manera no solo permite comprender mejor a los demás, sino, mucho más importante aún, desvela claves sobre actuaciones propias que a veces nos sorprenden y otras nos alarman. Más adelante les hablaré de la agresión y sus claves porque vale la pena, pero hoy me gustaría comentar otra parte del libro más amable, más doméstica y a la vez reveladora de cómo son nuestros secretos mecanismos de comportamiento y del papel que juega en nuestras vidas la rutina, la costumbre. En estos tiempos infantiloides y simples que vivimos, la rutina está considerada casi una mala palabra.
La gente lo que quiere es huir de ella, vivir a mil, centrifugarse a tope. Y eso está muy bien siempre que a uno no se le centrifugue también la sesera; cosa que, mirando en derredor, parece que es lo que ocurre, porque van todos de aquí para allá como pollo sin cabeza. Según Lorenz, en cambio, la rutina no solo no es aburrida, cansina o de pringaos, sino muy necesaria, sobre todo en tiempos inciertos como los que vivimos. Más aún, a veces se convierte en el único refugio y en un modo de mantener la cordura.

Mi personaje inolvidable: Paulo Coelho


Yo de niño solía leer una revista a la que mis padres estaban suscritos y que tenía una sección que se llamaba Mi personaje inolvidable, donde personas comunes hablaban de otras personas comunes que habían dejado huella en sus vidas. Por supuesto, a aquella altura de mi vida, con nueve o diez años, yo ya me había topado con un personaje que había ejercido sobre mí una poderosa influencia. Sin embargo, estaba convencido de que con el paso del tiempo este modelo cambiaría, de manera que resolví no enviar nada a la revista (hoy, me pregunto cómo habrían reaccionado en la revista si hubiesen recibido la colaboración de alguien de tan corta edad).
Transcurrieron los años. Conocí a mucha gente interesante, que me ayudó en momentos difíciles, que me inspiró, que me indicó los caminos que había que trillar. No obstante, los grandes mitos de la infancia siempre prevalecieron, mostrándose como los más persistentes; pasan por periodos de desvalorización, de cuestionamientos, de olvido, pero permanecen, resurgiendo cuando sus valores, sus ejemplos y sus actitudes hacen más falta.
Mi personaje inolvidable se llamaba José, y era el hermano menor de mi abuelo. Nunca se casó, fue ingeniero durante muchos años y, cuando se jubiló, decidió vivir en Araruama, una ciudad próxima a Río de Janeiro. A ese lugar iba toda la familia a pasar las vacaciones, con los niños. El tío José era soltero, y su paciencia ante semejante invasión no debía de durarle mucho, pero, por otro lado, este era el único momento en el que podía compartir un poco de su soledad con sus sobrinos nietos. Era también inventor y, para acomodarnos, consiguió construir una casa ¡en la que los cuartos solo aparecían en verano! Se apretaba un botón y del techo bajaban las paredes, de los muros salían las camas y los tocadores, y listo: cuatro dormitorios para alojar a los recién llegados. Cuando terminaba el Carnaval, las paredes subían, los muebles regresaban al interior de los muros, y la casa volvía a ser un gran almacén vacío en el que él solía guardar los materiales de su taller.
Construía coches. Y no solo eso: llegó a crear un vehículo especial para llevar a la familia a la laguna de Araruama una mezcla de jeep y tren sobre ruedas. Íbamos a bañarnos al mar, convivíamos con la naturaleza, jugábamos el día entero, y yo siempre me preguntaba: «Pero ¿por qué vivirá él aquí tan solo? Tiene dinero: ¡podría vivir en Río!». Contaba historias de sus viajes a Estados Unidos, donde había trabajado en minas de carbón y había penetrado en lugares inexplorados. La familia solía decir: «Es todo mentira». Se pasaba el día vestido de mecánico y los parientes comentaban: «Le harían falta mejores ropas». En cuanto la televisión llegó a Brasil, compró un aparato que ponía en la acera, para que la calle entera pudiese ver los programas.

domingo, 3 de febrero de 2013

¿Dónde se pide el rescate moral? Lucía Méndez


LOS PROFESORES Robert Skidelsky y Edward Skidelsky en su libro ¿Cuánto essuficiente? Qué se necesita para una buena vida analizan el fenómeno de la insaciabilidad económica, el deseo de dinero y más
dinero que se ha producido en los países ricos en las últimas décadas. «El dinero es laserpiente del jardín del Edén», aseguran y citando a Aristóteles denuncian que «algunos hombres convierten toda cualidad o arte en un medio para conseguir riqueza». Iñaki Urdangarin cayó en la tentación, Luis Bárcenas cayó en la tentación, los hijos de Pujol cayeron en la tentación… Y tantos otros nombres de todos los ámbitosque han acabado contaminando con el veneno del dinero todo lo que tocaron, desde la Monarquía al partido actualmente en el Gobierno. Tal parece que el dinero fuera el combustible que hacía funcionar nuestro sistema político. Se ha acabado el dinero y todo está saltando por los aires. La insaciabilidad de dinero nos ha corrompido. Las noticias sobre el dinero que se repartían unos y otros son ahora como puñaladas en el costado de una ciudadanía castigada y empobrecida.