lunes, 4 de marzo de 2013

Mi personaje inolvidable: Paulo Coelho


Yo de niño solía leer una revista a la que mis padres estaban suscritos y que tenía una sección que se llamaba Mi personaje inolvidable, donde personas comunes hablaban de otras personas comunes que habían dejado huella en sus vidas. Por supuesto, a aquella altura de mi vida, con nueve o diez años, yo ya me había topado con un personaje que había ejercido sobre mí una poderosa influencia. Sin embargo, estaba convencido de que con el paso del tiempo este modelo cambiaría, de manera que resolví no enviar nada a la revista (hoy, me pregunto cómo habrían reaccionado en la revista si hubiesen recibido la colaboración de alguien de tan corta edad).
Transcurrieron los años. Conocí a mucha gente interesante, que me ayudó en momentos difíciles, que me inspiró, que me indicó los caminos que había que trillar. No obstante, los grandes mitos de la infancia siempre prevalecieron, mostrándose como los más persistentes; pasan por periodos de desvalorización, de cuestionamientos, de olvido, pero permanecen, resurgiendo cuando sus valores, sus ejemplos y sus actitudes hacen más falta.
Mi personaje inolvidable se llamaba José, y era el hermano menor de mi abuelo. Nunca se casó, fue ingeniero durante muchos años y, cuando se jubiló, decidió vivir en Araruama, una ciudad próxima a Río de Janeiro. A ese lugar iba toda la familia a pasar las vacaciones, con los niños. El tío José era soltero, y su paciencia ante semejante invasión no debía de durarle mucho, pero, por otro lado, este era el único momento en el que podía compartir un poco de su soledad con sus sobrinos nietos. Era también inventor y, para acomodarnos, consiguió construir una casa ¡en la que los cuartos solo aparecían en verano! Se apretaba un botón y del techo bajaban las paredes, de los muros salían las camas y los tocadores, y listo: cuatro dormitorios para alojar a los recién llegados. Cuando terminaba el Carnaval, las paredes subían, los muebles regresaban al interior de los muros, y la casa volvía a ser un gran almacén vacío en el que él solía guardar los materiales de su taller.
Construía coches. Y no solo eso: llegó a crear un vehículo especial para llevar a la familia a la laguna de Araruama una mezcla de jeep y tren sobre ruedas. Íbamos a bañarnos al mar, convivíamos con la naturaleza, jugábamos el día entero, y yo siempre me preguntaba: «Pero ¿por qué vivirá él aquí tan solo? Tiene dinero: ¡podría vivir en Río!». Contaba historias de sus viajes a Estados Unidos, donde había trabajado en minas de carbón y había penetrado en lugares inexplorados. La familia solía decir: «Es todo mentira». Se pasaba el día vestido de mecánico y los parientes comentaban: «Le harían falta mejores ropas». En cuanto la televisión llegó a Brasil, compró un aparato que ponía en la acera, para que la calle entera pudiese ver los programas.

Me enseñó a amar las decisiones tomadas con el corazón. Me mostró la importancia de hacer lo que se desea, sin importar lo que digan los demás. Me acogió cuando, de adolescente, tuve problemas con mis padres. Un día, él me dijo: «Inventé el Hydramatic (cambio automático de marchas para coches). Fui a Detroit, entré en contacto con la General Motors, me ofrecieron diez mil dólares a tocateja o un dólar por cada coche vendido con este nuevo sistema. Me llevé los diez mil y viví los años más fantásticos de mi vida».
La familia decía: el tío José no para de inventarse cosas, no os creáis todo lo que os diga. Y, aunque yo sentía una gran admiración por sus aventuras, por su estilo de vida y por su generosidad, no me creí esta historia. Se la conté al periodista Fernando Morais porque él era mi personaje inolvidable.
Pero Fernando, como buen periodista, quiso comprobarla y he aquí lo que encontró (el texto ha sido adaptado, pues forma parte de un gran artículo): «El primer cambio automático fue inventado por los hermanos Sturtevant, de Boston, en 1904. El sistema no funcionaba satisfactoriamente pues los pesos frecuentemente se alejaban demasiado. Pero fue la invención de los brasileños Fernando Iehly de Lemos y José Braz Araripe, vendida a General Motors en 1932, lo que contribuyó decisivamente al desarrollo del sistema Hydramatic lanzado por la General Motors en 1939».
Con los millones de coches hidramáticos que se producen año tras año en todo el mundo, la familia que nunca creía en nada y que consideraba que el tío José se vestía mal se habría hecho con una fortuna incalculable. ¡Cómo celebro que él se gastara sus diez mil dólares en años felices!

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