Yo de niño solía leer una revista a la que mis
padres estaban suscritos y que tenía una sección que se llamaba Mi personaje
inolvidable, donde personas comunes hablaban de otras personas comunes que
habían dejado huella en sus vidas. Por supuesto, a aquella altura de mi vida,
con nueve o diez años, yo ya me había topado con un personaje que había
ejercido sobre mí una poderosa influencia. Sin embargo, estaba convencido de
que con el paso del tiempo este modelo cambiaría, de manera que resolví no
enviar nada a la revista (hoy, me pregunto cómo habrían reaccionado en la
revista si hubiesen recibido la colaboración de alguien de tan corta edad).
Transcurrieron los años. Conocí a mucha gente
interesante, que me ayudó en momentos difíciles, que me inspiró, que me indicó
los caminos que había que trillar. No obstante, los grandes mitos de la
infancia siempre prevalecieron, mostrándose como los más persistentes; pasan
por periodos de desvalorización, de cuestionamientos, de olvido, pero
permanecen, resurgiendo cuando sus valores, sus ejemplos y sus actitudes hacen
más falta.
Mi personaje inolvidable se llamaba José, y era el
hermano menor de mi abuelo. Nunca se casó, fue ingeniero durante muchos años y,
cuando se jubiló, decidió vivir en Araruama, una ciudad próxima a Río de
Janeiro. A ese lugar iba toda la familia a pasar las vacaciones, con los niños.
El tío José era soltero, y su paciencia ante semejante invasión no debía de
durarle mucho, pero, por otro lado, este era el único momento en el que podía
compartir un poco de su soledad con sus sobrinos nietos. Era también inventor
y, para acomodarnos, consiguió construir una casa ¡en la que los cuartos solo
aparecían en verano! Se apretaba un botón y del techo bajaban las paredes, de
los muros salían las camas y los tocadores, y listo: cuatro dormitorios para
alojar a los recién llegados. Cuando terminaba el Carnaval, las paredes subían,
los muebles regresaban al interior de los muros, y la casa volvía a ser un gran
almacén vacío en el que él solía guardar los materiales de su taller.
Construía coches. Y no solo eso: llegó a crear un
vehículo especial para llevar a la familia a la laguna de Araruama una mezcla
de jeep y tren sobre ruedas. Íbamos a bañarnos al mar, convivíamos con la
naturaleza, jugábamos el día entero, y yo siempre me preguntaba: «Pero ¿por qué
vivirá él aquí tan solo? Tiene dinero: ¡podría vivir en Río!». Contaba
historias de sus viajes a Estados Unidos, donde había trabajado en minas de
carbón y había penetrado en lugares inexplorados. La familia solía decir: «Es
todo mentira». Se pasaba el día vestido de mecánico y los parientes comentaban:
«Le harían falta mejores ropas». En cuanto la televisión llegó a Brasil, compró
un aparato que ponía en la acera, para que la calle entera pudiese ver los
programas.
Me enseñó a amar las decisiones tomadas con el
corazón. Me mostró la importancia de hacer lo que se desea, sin importar lo que
digan los demás. Me acogió cuando, de adolescente, tuve problemas con mis
padres. Un día, él me dijo: «Inventé el Hydramatic (cambio automático de
marchas para coches). Fui a Detroit, entré en contacto con la General Motors,
me ofrecieron diez mil dólares a tocateja o un dólar por cada coche vendido con
este nuevo sistema. Me llevé los diez mil y viví los años más fantásticos de mi
vida».
La familia decía: el tío José no para de
inventarse cosas, no os creáis todo lo que os diga. Y, aunque yo sentía una
gran admiración por sus aventuras, por su estilo de vida y por su generosidad,
no me creí esta historia. Se la conté al periodista Fernando Morais porque él
era mi personaje inolvidable.
Pero Fernando, como buen periodista, quiso
comprobarla y he aquí lo que encontró (el texto ha sido adaptado, pues forma
parte de un gran artículo): «El primer cambio automático fue inventado por los
hermanos Sturtevant, de Boston, en 1904. El sistema no funcionaba satisfactoriamente
pues los pesos frecuentemente se alejaban demasiado. Pero fue la invención de
los brasileños Fernando Iehly de Lemos y José Braz Araripe, vendida a General
Motors en 1932, lo que contribuyó decisivamente al desarrollo del sistema
Hydramatic lanzado por la General Motors en 1939».
Con los millones de coches hidramáticos que se
producen año tras año en todo el mundo, la familia que nunca creía en nada y
que consideraba que el tío José se vestía mal se habría hecho con una fortuna
incalculable. ¡Cómo celebro que él se gastara sus diez mil dólares en años
felices!
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