martes, 23 de julio de 2013

Estúpida vanidad: Carmen Posadas

Mucho antes de que Lampedusa dijera aquello de que «algo debe cambiar para que todo siga igual», los franceses habían acuñado ya una frase similar y más pesimista si cabe: «Plus ça change, plus cest la même chose», «más cambian las cosas, más iguales son». Por supuesto se puede argumentar que no es cierta, que la humanidad ha progresado en todos los sentidos y no solo en aspectos tecnológicos y sociales, sino que intrínsecamente también es mejor. Dicho de otro modo, somos mejores y más buenos que nuestros antepasados, ya no nos comemos los unos a los otros, por ejemplo, y las leyes que nos hemos dado sirven, si no para desterrar, al menos para embridar nuestros peores instintos. Somos, por tanto, la mejor versión del ser humano de todos los tiempos y, si bien existen aún injusticias, abusos y desmanes, el hecho de que vivimos en un mundo interconectado hace que todo se conozca y, por tanto, los sátrapas y abusadores no tienen más remedio que tentarse la ropa.
En efecto, los medios de comunicación por su celeridad y universalidad son quizá el invento humano que más ha contribuido a moderar los malos instintos del hombre y evitar o al menos disimular que el hombre siga siendo un lobo para el hombre. Sin embargo, es fascinante (y a la vez aterrador) observar cómo aquello que sirve para una cosa sirve también para la contraria. Así, medios de comunicación que contribuyen a frenar nuestro lado oscuro sirven también para potenciarlo. Tomemos el caso de Internet. Ese inmenso universo virtual en el que todo se ve, todo se sabe y que, por tanto, contribuye a fomentar la verdad y la transparencia permite a su vez que se manifieste el lado más cruel del ser humano. Decía Schopenhauer que el hombre hace el mal por instinto de supervivencia y, cuando la tiene asegurada, hace el mal por tedio.
Según él, no hay nada tan peligroso como esto último, pero yo, viendo lo que pasa en la Red, añadiría otro elemento igualmente perturbador: la vanidad estúpida. ¿Qué, si no, hace que tipos hechos y derechos se dediquen a colgar en la Red vídeos en los que se juegan su vida y también la de otros conduciendo a 250 kilómetros por hora en una autopista o haciendo balconing? ¿Qué impele a niños sanos y educados a grabar con sus teléfonos móviles la hazaña de vejar a un compañero de colegio? ¿Qué extraño e incomprensible placer produce incitar a una menor para que se desnude y mande su vídeo a un supuesto amigo que luego traiciona su confianza divulgándolo en la Red? ¿Son psicópatas y perturbados los que actúan de este modo?
Lo más fácil es una respuesta afirmativa y, sin embargo, todos sabemos que no es así. No seré yo quien le enmiende la plana a Schopenhauer, pero me parece que se quedó corto con su definición. Es verdad que el ser humano comete todo tipo de tropelías por un malentendido instinto de supervivencia, de ahí tantos egoísmos, tantos quítate tú para que me ponga yo, etcétera. También es cierto que el aburrimiento (o la pereza, como dice el refrán) es la madre de todos los vicios.
 Sin embargo, me parece que el anónimo y vasto territorio sin ley que es Internet indica que a estos dos agentes de las miserias humanas habría que sumar al menos uno más. La vanidad imbécil, que hace que no solo se cometan las antes mencionadas infamias, sino que se tenga la necesidad de fanfarronear de ellas. Nada muy distinto, por cierto, de lo que hacían antaño los guerreros primitivos exhibiendo mutilados trofeos humanos o jibarizando cabezas para colgárselas del cinto: «Más cambian las cosas, más iguales siguen». No es mi intención arruinarles el día hablando de nuestro lado oscuro, pero sí me gustaría señalar que es mejor saber que no hay nada nuevo bajo el sol, solo nuevas maneras de manifestarse y que la mejor manera de protegerse y proteger a los nuestros es saber que el hombre no es ese ser mirífico que algunos bien intencionados pretenden vendernos. Somos lo que siempre hemos sido, un inestable equilibrio entre grandeza y miseria, entre ángeles y demonios o, como decía más científicamente Darwin, entre cooperación y egoísmo.

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