Es habitual que, cuando se reclama que los sueldos de los
funcionarios públicos estén sometidos a regulación, se defienda a
renglón seguido que los sueldos del sector privado puedan regirse
exclusivamente por el criterio del contratador. Así, por ejemplo, se justifica que los altos ejecutivos de las empresas ganen millonadas,
o incluso que perciban gratificaciones añadidas desmesuradas, pues se
defiende cada uno hace con su dinero lo que quiere; y una empresa
privada, cuando decide hacer estos pagos estratosféricos, está gastando
de lo que ha ganado y no está sustrayendo fondos públicos. Esta monserga se repite mucho constantemente en medios de comunicación,
incluso entre los que presumen de 'inspiración cristiana', que suelen
ser los que con mayor alegría defienden estas burradas anticristianas,
para corrupción de sus clientelas zombis.
Por supuesto, tales afirmaciones son sofismas de la peor ralea. Ciertamente,
una empresa pública que permite que los miembros de su consejo de
administración hagan uso indiscriminado de una tarjeta de crédito para
comprar bragas a sus putillas está cometiendo un abuso, puesto
que el dinero con el que se pagan las bragas procede de nuestros
impuestos. Pero ¿de dónde proceden las millonadas que ciertas empresas
privadas pagan a sus ejecutivos? Proceden, en última instancia, de las
ventas que tal empresa haya realizado; de tal manera que esos sueldos
estratosféricos que suelen justificarse como si tal cosa proceden, en
última instancia, de los bolsillos de los compradores, que pagan por un
producto que, en estricta justicia, podría costar mucho menos. Asimismo, tales sueldos estratosféricos se logran a costa de los sueldos menesterosos de otros muchos trabajadores de esa misma empresa,
que han de conformarse con cobrar sueldos birriosos a cambio de un
trabajo estragador (pues tales sueldos estratosféricos también impiden
que la empresa contrate a más trabajadores que harían algo más liviana
su carga). A la postre, comprobamos que esa distinción entre dinero
público y privado es tan sólo un intento de justificar una iniquidad.
Naturalmente,
no pretendemos que el ingeniero que diseña un motor cobre lo mismo que
el obrero que aprieta los tornillos a los motores que se fabrican en una
cadena de montaje. Los sueldos tienen que establecer una
jerarquía que premie las potencias y facultades del trabajador, que
recompense su creatividad y su inteligencia, su dedicación y su
esfuerzo, y al mismo tiempo la responsabilidad que desde cada puesto se
asume; pero esta natural jerarquía en el trabajo no puede confundirse,
como ocurre en nuestra época, con la creación de estamentos en el seno
de las empresas, y mucho menos con el mantenimiento de una casta
privilegiada que, con la coartada de la responsabilidad asumida, se
blinda con sueldos fastuosos, logrados siempre a costa de recortar los
sueldos del 'estamento' laboral menos cualificado, o de encarecer la
producción, o incluso de la ruina de la propia empresa. Del mismo modo
que una empresa en la que no se reconoce una jerarquía acaba generando
desaliento entre los trabajadores que aportan mayor esfuerzo y creatividad o asumen mayores responsabilidades,
una empresa que crea una casta de privilegiados provoca desánimo entre
los trabajadores de sueldos más menesterosos, que acaban
desinteresándose de su trabajo, considerando no sin razón que están
siendo ordeñados. Como afirmaba Juan XXIII en su encíclica Mater et
magistra, «en las naciones económicas más desarrolladas no raras veces
se observa el contraste de que, mientras se fijan retribuciones altas, e
incluso altísimas, por prestaciones de poca importancia o de valor
discutible, el trabajo asiduo y provechoso de categorías enteras de
ciudadanos honrados y diligentes es retribuido con salarios demasiado
bajos, insuficientes para las necesidades de la vida, o, en todo caso,
inferiores a lo que la justicia exige, si se tienen en la debida cuenta
su contribución al bien de la comunidad, a las ganancias de la empresa
en que trabajan y a la renta total del país».
Ninguna empresa está legitimada para retribuir fastuosamente a sus altos ejecutivos,
mientras mantiene a la mayoría de sus trabajadores en condiciones que
no aseguran debidamente sus necesidades personales o familiares. Que la
titularidad de esa empresa sea privada o pública es lo de menos; pues
más allá de que la división neta entre lo público y lo privado sea con
frecuencia un trampantojo lo que este sofisma defiende es una visión
antropológica profundamente inmoral, que el economicismo materialista (a
veces disfrazado de 'inspiración cristiana', para mayor escarnio) nos
ha ido deslizando sin que nos diésemos cuenta.
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