Hay amigos de los que estás orgulloso. Personas sobre las que, cuando
tienes una edad que permite hacer inventario de cuanto llevas en la
mochila, puedes decir: «Algo bueno debí de tener cuando éste o aquélla
me tuvieron afecto o me llamaron amigo». Echándole hoy un vistazo al Oráculo Manual y arte de prudencia
de Gracián -incomprensible que no sea de lectura y debate obligatorios
en los colegios-, al que suelo acudir como otros recurren a los
analgésicos, he recordado a dos de esos amigos. O a tres: Alberto
Montaner, Pepe Perona y Sergio Zamorano. Sergio era joven y guapo: ojos
azules, pelo negro, alto y elegante. A las mujeres se les doblaban las
rodillas cuando sonreía. Era profesor de derecho mercantil en la
universidad de Sevilla, y siempre empezaba el curso con el primer
capítulo de El conde de Montecristo. Pepe Perona era
catedrático de gramática histórica. Alberto Montaner, catedrático de
filología española y autor de la extraordinaria edición anotada del Cantar del Cid.
De ellos, Pepe y Sergio están muertos; pero hace quince años estábamos
sentados los cuatro en torno a una mesa del café Gijón. Lo recuerdo muy
bien, pues desde entonces pienso en ellos, en aquel momento formidable
que su amistad me deparó, cada vez que leo, en Gracián: «Sea el
amigable trato escuela de erudición, y la conversación, enseñanza culta;
un hacer de los amigos maestros... Singular grandeza es servirse de
sabios».
Sergio era joven, leal y entusiasta. Perona -le
gustaba ser llamado maestro de gramática- y Montaner eran veteranos
correosos, de una cultura extrema y dotados con deslumbrante
inteligencia; dos de las mentes más intelectualmente superiores que
conocí jamás. Y gracias a ellos, Sergio y yo asistimos, aquella tarde, a
uno de los diálogos más fascinantes de nuestras vidas. Todo había
empezado con una charla banal sobre el concepto de amistad, de amigos y
enemigos, de unos y otros; y al cabo, la conversación recayó en Perona y
Montaner, convertida en una brillante sucesión de argumentos y
réplicas, con Sergio y yo escuchándolos absortos. Y poco a poco, atento a
cuanto decían y disfrutándolo como testigo afortunado, fui
comprendiendo lo que pasaba: sin acuerdo previo, por simple duelo de
inteligencias, Perona estaba adoptando el papel casuístico de un
jesuita; y Montaner, siguiéndole el juego, el escolástico de un
dominico. «Uno de los nuestros, decía Perona, es cualquiera que nos
favorezca de alguna manera». A lo que objetaba Montaner: «Error, error.
Dibujemos un mapa de coordenadas cartesianas para reconocer a los
nuestros. Lo será quien encaje en él».
Fue fascinante. Un
privilegio, como digo. Sergio, mucho más joven, escuchaba boquiabierto,
bebiéndose las palabras de cada uno, sin comprender del todo, al
principio, pero intuyendo que asistía a una escena extraordinaria,
irrepetible. Yo, mayor y más resabiado, sin atreverme a decir una
palabra por no romper el encanto de la situación, creía encontrarme en
el concilio de Trento o un poco más allá, en plena polémica De Auxiliis,
oyendo discutir a Molina contra Báñez. Los dos antagonistas, brillantes
hasta lo excelso en su mesa del café, disfrutaban como gorrinos uno del
otro, asumiendo sus respectivos papeles -que podían haber trocado sin
despeinarse- con genial desenvoltura.
Utilizaba Montaner argumentos de
Santo Tomás, sin mencionarlo, y hacía lo mismo Perona con San Ignacio y
el padre Suárez, batallando tenazmente, ambos, sobre el problema de
conciliar el libre albedrío con la omnisciencia divina, ellos, que eran
dos de los fulanos más escépticos en materia de religión que conocí en
mi vida. Tan en serio se tomaban sus respectivos papeles, que hasta
acabaron hablándose de usted. Y el momento más excelso llegó cuando, con
un seco golpe en la mesa y un muy dominico dedo índice apuntando al
corazón intelectual del adversario, dijo Montaner: «Transforma usted en
ignaciano su habitual estilo florentino, casi maquiavélico». A lo que
respondió el maestro de Gramática, con displicente sonrisa jesuítica:
«Querido amigo, no sé si su postura berroqueña es tomista o simplemente
aragonesa».
De aquel día memorable sólo quedamos un protagonista,
Alberto Montaner, y un testigo: yo mismo. Y a menudo, cuando nos
encontramos, recordamos esa tarde en torno a la mesa del Gijón, y
evocamos a Sergio con su sonrisa ancha y su mirada casi inocente, y al
maestro de gramática con su eterno cigarrillo entre los dedos,
mirándonos agudo y guasón por encima de las gafas. Aquello, les doy mi
palabra, fue rozar la gloria. «Sea el amigable trato escuela de erudición, y la conversación, enseñanza culta; un hacer de los amigos maestros». Amén
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