Espero que la embarazosa confesión que me dispongo a hacer sobre mi
vida sentimental pueda ayudar a alguien que esté viviendo un fracaso
amoroso. Tal vez la historia (que dice muy poco en mi favor, ya lo
verán) no alivie del todo su mal de amores, aunque pienso que quizá le
ayude a verlo de otro modo. En las relaciones personales se confunde con demasiada frecuencia un corazón roto con lo que no es más que un ego magullado.
O, lo que es lo mismo, casi lo que más duele no es perder a esa
persona, estupenda, sensacional, blablablá, sino la sensación de haber
fracasado. Muy bien, pues ahora déjenme que les cuente lo que me ocurrió
una vez en una remota isla griega. Me encanta viajar sola, y durante
años procuraba reservar siempre unos quince días de mis vacaciones y
perderme por ahí sin más compañía que unos cuantos libros. En aquella
ocasión elegí visitar Kythira, una isla del Peloponeso que, si no la
conocen (y casi seguro que no, porque no está en los circuitos
turísticos habituales), se la recomiendo. No solo porque es el mágico
lugar en el que según la leyenda Afrodita nació de las olas, sino porque
es como viajar atrás en el tiempo. Por aquel entonces, hablo de hace
unos diez años, se conservaba exactamente igual que a mediados del siglo
anterior. En sus pueblos blancos y añil, achicharrados por el sol, aún
era posible tomar Ouzo en un café sin más compañía que la de un pope, un
perro y un par de pescadores de sardinas. Como digo, el lugar era de
ensueño y allí estaba yo jugando a que era un personaje de Lawrence
Durrell cuando apareció en mi vida Panayotis. Así se llamaba un tipo
bajito, calvo y recio, dueño de un negocio de alquiler de bicicletas
que, según dijo, cayó fulminado por mis encantos desde el primer momento
en que me vio. De nada sirvió que le explicara amablemente que me había
venido tan lejos para no ver a nadie. Panayotis insistía, me traía
flores, venía a buscarme todas las mañanas como si nada. No era un
pesado, de modo que charlábamos un rato, yo le reiteraba mi necesidad de
estar sola y él, después de soltarme seis o siete piropos, se marchaba.
Todo, muy bien. Pero resulta que un día me llamaron desde España para
darme una magnífica noticia profesional, un salto muy grande en mi
carrera. Y, en el mismo momento en que me informaban de que dos grandes
editoriales americanas habían hecho importantes ofertas por mis libros,
emergió Panayotis en el horizonte. Recuerden que yo estaba sola en la
isla. Recuerden que a uno, cuando le pasa algo realmente bueno, necesita
compartirlo con alguien. Total, que en mi alegría y ante la sorpresa de
mi rendido festejante voy yo y le planto un besazo diciendo: «Esta
noche te invito a cenar, Panayotis». ¿Y saben lo que pasó? Pues que se
quedó mirándome, se rascó un poco la calva sudorosa y con aire de
escurrir el bulto va y me dice: «Bueno... es que tengo muchísimo
trabajo; si puedo, me paso a las nueve. Ya veremos». Y a esa hora ahí me
tienen ustedes vestida para cenar, monísima y consultado cada dos
minutos el reloj, esperando a Panayotis, que no vino, sino que telefoneó
cinco minutos antes de la cita para plantarme como una lechuga.
Desde aquel momento, me encontré pensando a todas horas en él.
Cada bajito que veía a lo lejos pensaba que era él, cada vez que
alguien llamaba a la habitación de mi hotel pegaba un respingo...
Aquello era tan absurdo que tuve que tomarme un par de gin-tonics para
intentar digerirlo. Absurdo 1) Soñaba con Panayotis por las noches.
Absurdo 2) Cuando me lo encontraba por la calle, me temblaba un poco la
voz y tartamudeaba... Resumiendo: ¡Estaba-actuando-como-una novia
abandonada-de-un-tipo-que-nunca-me interesó-en-absoluto!
Muchas
cosas aprendí aquel verano vagando sola por la isla de Kythira. Pero
desde luego la más interesante, auspiciada, supongo, por su más célebre
paisana, la diosa Afrodita, es una que me ha servido después en otros
muchos avatares sentimentales: que el amor propio herido se parece tanto al amor que a veces es imposible diferenciarlos. Ahí les dejo mi tonto fracaso veraniego como ejemplo. ¿De
veras vale la pena sufrir tanto por esa persona que le ha dejado?
Piénselo y quizá se lleve una agradable sorpresa. A lo mejor el que
llora no es usted, sino su ego herido. A lo mejor no era el amor de su vida, sino solo un Panayotis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario