lunes, 18 de abril de 2011

Niños robados... Por Carmen Posadas

Hace unas semanas tuve el placer de participar en el jurado de los Premios Vocento de Comunicación. Es siempre interesante ver lo innovadores y meritorios que son los trabajos que allí concursan, pero este año uno de los premiados cobró especial significación para mí. El reportaje que se alzó con el premio "Vocento a los nuevos valores” llevaba el título “Niños robados” y lo firmaba Arturo Checa. En él se investigaba el considerable número de personas adoptadas que han descubierto, al cabo de los años, que no solo no eran hijos biológicos de sus padres sino que habían sido adquiridos como una mercancía tan terrible como –por lo visto– no tan infrecuente.
Según cálculos que se recogen en dicho trabajo, entre 1940 y 1980 hubo en España dos millones de adopciones de las que se calcula que al menos un diez por ciento fueron falsas, lo que arroja un saldo de 200.000 alumbramientos bajo sospecha. Los casos que se recogen en dicho reportaje están contados desde dos puntos de vista, desde el de los “niños robados” y desde el de las familias que tienen razones para sospechar que se les sustrajo un bebé aduciendo que había muerto en el parto. Lo curioso, y a la vez aterrador, es que tanto en un caso como en otro existen muchas coincidencias. Por ejemplo, cuando se habla de la experiencia de familias que sospechan que sus bebés no murieron al nacer, todos señalan que o bien no se les dejó ver el cadáver, o bien se les enseñó una criatura muerta muy distinta del bebé que ellos acunaron vivo y sano apenas horas antes. En lo que respecta a los hijos adoptados que han logrado saber por sus padres (en ocasiones como confesión antes de morir) que eran niños comprados, lo que coincide es el precio y las personas que intervienen en el “negocio”, por lo general relacionadas con hospitales y maternidades. Siempre me han interesado los temas humanos, más aún si esconden dramas e injusticias como las que aquí se apuntan pero, en este caso, dichos sucesos me conmueven especialmente. Da la casualidad de que en mi última novela inventé una situación muy parecida: una mujer que no puede tener hijos entra en contacto con una clínica en el paseo de La Habana de Madrid en la que se producen este tipo de “transacciones”. En ella, personas en apariencia muy respetables (médicos, comadronas, incluso monjas) se ocupaban de buscar familias adoptivas –en principio– a hijos de muchachas “descarriadas” que no querían o no podían criarlos. Así, poco a poco fue poniéndose en marcha un negocio, en sus comienzos bien intencionado, que intentaba dar solución discreta a este tipo de embarazos y una alternativa a mujeres que deseaban abortar. Sin embargo, como de buenas intenciones está empedrado el Infierno, esta “cristiana” iniciativa acabó convirtiéndose en un próspero mercadeo cuya mercancía no era otra que seres humanos. Cuando escribí esa historia no tenía la menor idea de que se había producido realmente. La sorpresa vino más tarde, primero en la forma del reportaje que acabo de mencionar y luego en el testimonio de dos lectoras. Una me escribió hace unos días para decir que tenía razones para creer que había venido al mundo (a finales de los años setenta) en cierta clínica… del paseo de La Habana, donde se producía este tipo de alumbramientos. La segunda para confesar que, después de sufrir la pérdida de un hijo en accidente de automóvil, intentó adoptar un bebé, y alguien le llegó a ofrecer –ojo, no en los setenta sino apenas hace un par de años– una criatura de estas características. Como comprenderán, mi estupor ha sido enorme. Y no porque haya acertado con la calle en la que, en otros tiempos estaba situada dicha clínica, eso puede ser una simple casualidad. Tampoco porque, como decía Nietzsche, todo lo que un ser humano es capaz de imaginar ha ocurrido ya, sino porque viendo los terribles casos que ahora conozco lo malo no es que la realidad supere a la ficción como dice el tópico. Lo peor es que siempre es infinitamente más cruel de lo que cualquier escritor con mente calenturienta pueda llegar a inventar.

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