domingo, 10 de abril de 2011

Tennis Girl...Por Juan Manuel de Prada

Allá hacia finales de los setenta y principios de los ochenta triunfó la fotografía de una tenista rubia que, de espaldas a la cámara, mostraba atolondradamente, como por descuido, media nalga. La fotografía tenía una luz polinizada que le añadía un aire como de siesta primaveral; una luz que empezaba a ser declinante y delineaba la figura de la joven con un tacto aterciopelado, como de melocotón. La tenista parecía caminar hacia la red que divide las canchas de tenis; y a sus pies se desparramaban unas cuantas pelotas que delataban su impericia en el saque. Aunque no veíamos su gesto, la pose de la muchacha era como de una abrumada perplejidad: con la mano derecha sostenía desmayadamente la raqueta; y con la izquierda se levantaba el breve vestido blanco y se acariciaba la media nalga que había quedado al descubierto.
O tal vez no la acariciara, sino que más bien parecía que la hubiese llevado ahí como a veces nos la llevamos a la frente, para mostrar consternación o abrumada timidez. Había algo en la muchacha que delataba su bisoñez, algo muy delicadamente pudoroso que tal vez se expresara en sus piernas, que eran muy esbeltas pero a la vez revelaban una graciosa patosería; y el fondo de la fotografía -una fronda que la luz vespertina doraba jubilosamente- contribuía a aureolar la estampa de candidez.

Aquella fotografía, reproducida en pósteres y calendarios, perfumó mi infancia con esa brisa aquietada que tienen las ensoñaciones. Seguramente, si la hubiese descubierto siendo un adolescente, habría provocado en mí pensamientos menos castos; y, desde luego, si la hubiese descubierto en la edad adulta me habría parecido mórbida, delicuescente y cursi. Pero la descubrí siendo niño; y para mí la fotografía ha quedado grabada en la memoria como un emblema de aquella beatitud e inocencia perdidas, como un vislumbre de aquel sol de la infancia que todos llevamos guardado en las cámaras más secretas del corazón, combatiendo los nubarrones de la decrepitud. Muchas veces me pregunté quién sería la muchacha de la fotografía; y con los niños de mi pandilla discutía apasionadamente su identidad: algunos afirmaban que era una tenista profesional, otros una modelo o actriz, pero todos en el fondo preferíamos imaginar que se trataba de una muchacha cualquiera, alguna de las muchachas rubias que veíamos pasar por la calle, despeinadas y presurosas, como ángeles de incógnito, mientras nosotros jugábamos a la peonza o a las canicas. A veces nos atrevíamos a piropear a estas muchachas rubias que nos recordaban a la chica de la fotografía; y ellas aceleraban entonces el paso, o nos lanzaban una mirada recriminatoria y despectiva que lastimaba nuestro orgullo. A veces las veíamos acompañadas de sus novios, que indefectiblemente se nos antojaban unos chulánganos de tres al cuarto; y que, para zaherirnos y humillarnos, cada vez que pasaban a nuestro lado, llevaban la mano al culo de su novia, como si quisieran delimitar una propiedad. Aquellas manos de los novios sobones nos dolían como una afrenta o una meningitis.

¿Tendría también la tenista del póster un novio sobón y chulángano? Solo de pensarlo se nos revolvían las tripas. Allá donde la mano de la tenista descansaba lánguidamente no podíamos imaginarnos la zarpa de un merluzo cualquiera; pero empezábamos a sospechar que los merluzos siempre tienen la zarpa presta para arrebatarnos a las chicas de nuestros sueños. Aquella intuición nos llenaba de una suerte de amargura premonitoria; y así, despechados, dejamos de hablar de la tenista del póster, cuyo recuerdo nos avergonzaba, como nos avergonzaban los pantalones cortos que nos obligaban a ponernos en verano, porque evocaba el fantasma de la niñez. Tantos años después, ese fantasma ha vuelto, caminando de puntillas, para descubrirme que la tenista de aquella célebre fotografía era en realidad una señora ya cincuentona llamada Fiona Walker, novia a la sazón del fotógrafo que inmortalizó su figura para siempre y en la actualidad felizmente casada con un millonario y madre de tres hijos. La señora Walker confiesa que sus hijos, en la escuela, presumían de que su mamá era la tenista de la fotografía; pero sus amigos se negaban a creerlos. Y los amigos de sus hijos tenían, en efecto, razón: porque la tenista de la fotografía, envuelta en una luz polinizada y primaveral, no es de este mundo. Está modelada con la arcilla de los sueños; y su recuerdo es como un vislumbre de aquel sol de la infancia que todos llevamos guardado en las cámaras más secretas del corazón, combatiendo los nubarrones de la decrepitud.

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