Mientras escribo estas líneas, se está
debatiendo en Cataluña si es correcto o no ir desnudo por la calle. Primero pensé que el
debate consistía en dilucidar si era conveniente regular cierta forma de
vestir, como ir por la ciudad sin camisa o en biquini.
Pero no. Se trata de una
moción presentada por una asociación nudista para que se permita ir en pelota
picada. «Es nuestro derecho y vuestra obligación», oigo decir en la tele a un
señor muy enfadado -y temerario- porque, para dejar clara su condición, se hace
entrevistar en bolas en la calle en plena ola de frío. Con «vuestra» imagino
que se refiere a la obligación de todos nosotros, de la sociedad, del resto de
los ciudadanos imbéciles y trogloditas que no respetamos sus deseos. «Es lo más
natural», dice, al tiempo que se rasca los bajos, supongo que para demostrar que,
en efecto, él es supernatural. Por lo visto, la polémica está siendo acalorada
porque ¿cómo se nos ocurre coartar la libertad de este colectivo? ¿Acaso no
tienen ellos derecho a ir como se les antoje? ¿Quién puede prohibir que cada
cual haga lo que le dé la gana? A mí lo que más me sorprende de esta polémica
no es que los nudistas reclamen airadamente su derecho a ir en bolas por la
ciudad, sino que sus argumentos sean aplaudidos por los mismos que quieren
prohibir tantas otras cosas: fumar, ir a los toros, educar a los niños en
colegios no-mixtos o en la lengua de elección de los padres... Por lo visto, el
argumento de «¿acaso no tiene cada uno derecho a hacer lo que le dé la gana?»
sirve para unos, pero no para otros. Y lo mismo ocurre con la premisa de
«prohibido prohibir». No se puede prohibir todo aquello que atente contra los
derechos de algunos colectivos minoritarios, pero sí contra los de otros
amplios como los fumadores (el 30 por ciento de la población), los taurinos
(calculo que al menos otro 30 o 40 por ciento) o el de padres que desean poder
elegir el tipo de educación que prefieren dar a sus hijos, cuyos porcentajes
desconozco, pero calculo rayanos al cien por ciento. Nunca me he considerado una persona conservadora, pero a base de tanta pseudoprogresía papanatas van a acabar por convertirme en carca. Porque lo que peor llevo de todo este asunto de lo que hay que prohibir y lo que hay que permitir es la falta absoluta de sentido común, la inveterada costumbre de desconocer las virtudes del punto medio. No son difíciles de comprender las razones por las que se ha producido este fenómeno. Se trata de una tardía resaca de lo que fueron las prohibiciones del franquismo. Todo lo que entonces estaba reprimido ha de ser permitido e incluso convertirse en norma. Naturalmente, hay cosas que es lógico que se permitan, pero según y cómo. Por supuesto nadie puede prohibir a alguien ir desnudo por su casa, por ejemplo, ni en los clubs y playas dedicados a tal efecto, pero también aquellos a los que no les gusta esa práctica tendrán algún derecho, digo yo. Derecho a que sus hijos no se encuentren con tipos en bolas en los parques junto a los columpios o el tobogán. Porque ¿nadie ha pensado, por ejemplo, que tal vez a algún pederasta se le pueda ocurrir la «imaginativa» idea de decir que es naturista para acercarse a los niños? Son cosas tan evidentes que da sonrojo tener que escribirlas, pero esta pseudoprogresía que nos infesta no solo es cerril, sino también bastante incongruente. Y es que me apuesto la cabeza a que, si se les hiciese la pregunta de otra manera, ellos serían los primeros en confesarse defensores de preservar ciertos espacios reservados a los niños. Que quede bien claro que no estoy diciendo que los nudistas «ataquen» a criaturas ni nada por el estilo, faltaba más. Lo que digo es que cada cosa tiene su lugar y cada derecho acaba donde empieza el del prójimo. Se trata de algo tan simple y a veces tan extremadamente difícil de entender y de alcanzar como el punto medio.
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