sábado, 5 de marzo de 2011

Falsos recuerdos...Por Juan Manuel de Prada

Uno de los mecanismos psicológicos de defensa más fascinadores -más incluso que la amnesia inducida- es la creación de falsos recuerdos. Es habitual que quien ha sufrido una tragedia que a pique ha estado de costarle la vida o siquiera su equilibrio emocional -el asesinato de un ser querido, una violación, cualquier episodio traumático acaecido en la infancia- arroje sobre ella un espeso manto de olvido que la entierre por completo en los cementerios de la memoria; y en el enterramiento de tales tragedias se cifra la supervivencia psíquica de quienes las han sufrido. Los falsos recuerdos solemos reservarlos para acontecimientos menos devastadores y aflictivos cuya pervivencia en la memoria arroja sobre nosotros, sin embargo, una sombra de oprobio, un baldón social, una incomodidad vergonzante: así, por ejemplo, el advenedizo de orígenes humildes que se abochorna de su infancia menesterosa y de sus padres pueblerinos se inventa una biografía alternativa, con estancia en internados para niños pijos y viajes cosmopolitas; o, por el contrario, el hijo de papá que disfrutó en la infancia de todos los caprichos y ventajas de una vida regalada se confecciona un pasado de privaciones sin cuento, para pasar inadvertido en un medio donde se reprueba la pertenencia a una clase social elevada.
La creación de falsos recuerdos suele ser habitual entre aquellas personas que, por azares diversos, alcanzan puestos de responsabilidad para los que, íntimamente, no se sienten preparadas; y la conciencia de impostura en que habitualmente se desenvuelve su existencia las obliga a inventarse titulaciones académicas, a tunear su currículum, a atribuirse méritos y honores que no les corresponden. Una modalidad bastante peregrina de falsos recuerdos es la que aflige a muchos de nuestros políticos (propensos también, por cierto, a tunearse el currículum), consistente en atribuirse unas mocedades heroicas de rifirrafes con los «grises» (cuando en realidad fueron unos chicos más bien modositos que jamás participaron en algaradas universitarias), o incluso en convertir a sus progenitores en represaliados políticos (cuando en realidad fueron probos funcionarios, distinguidos además por su adhesión al régimen franquista).


No siempre los falsos recuerdos, sin embargo, se elaboran paradisfrazar o maquillar algún pasaje vital afrentoso (o que quien los elabora juzga como tal). Un amigo psiquiatra me revela que no es del todo inhabitual -¡misterios de la mente humana!- que los pacientes a su cuidado urdan falsos recuerdos oprobiosos que jamás padecieron, por victimismo o acomodación a las «modas» y presiones sociales: así, por ejemplo, ocurre que personas que jamás padecieron abuso infantil alguno inventen que tal o cual miembro de su familia, o tal o cual profesor de la escuela (¡preferiblemente un cura!), los sometió a tocamientos o palizas. Estos falsos recuerdos inducidos alcanzarían su expresión más rocambolesca en el caso que arriba mencionábamos de los políticos que convierten a sus padres, probos funcionarios del régimen franquista, en represaliados: primeramente los políticos imponen a la sociedad la creencia mentecata de que tener un padre franquista es una deshonra; luego ellos mismos descubren que sus padres fueron franquistas redomados; así que, para evitar la deshonra que ellos mismos han arrojado sobre los demás, inventan que sus padres fueron represaliados. El proceso psíquico es patético y desquiciado; pero lastimosamente cierto.


Leyendo el otro día la prensa sorprendí la creación de un falsorecuerdo de una necedad irrisoria; pero que, a su manera (cómica, casi grotesca), sirve como metáfora de ese clima de insensatez mayúscula y satisfecha al que puede conducirnos la entronización de la memoria aderezada de supercherías. Varios políticos evocaban sus andanzas -por lo común irrelevantes- en aquella ocasión famosa del fallido golpe de Estado del 23-F; unos y otros aderezaban su narración de trolas veniales, en su afán por aparecer como adalides de la democracia, pero ninguno resultaba tan divertido y enternecedor como Carme Chacón, a la sazón una niña de nueve años, que nos confiesa que, bajo supervisión materna, se puso a «empaquetar libros y documentos que intuí comprometedores». Desde luego, una niña que a los nueve años ya intuye qué libros -¡y documentos!- pueden resultar comprometedores es un portento de niña llamada a los más altos designios; y, siquiera por esta vez, hemos de concluir que su encumbramiento hasta la dignidad ministerial es un acto de estricta justicia.

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