Ahora que han pasado las extenuantes fechas
navideñas, con su sobredosis de calorías, gasto y buenas intenciones, me voy a
permitir hacer una reflexión que tal vez me acarree más de un rapapolvo. Tiene
que ver con lo que ahora llaman puericentrismo, es decir, con la atención
completamente desmedida que la sociedad actual presta a los niños.
Se sabe, por
ejemplo, que en estas fiestas, austeras por necesidad perentoria, las familias
han recortado gastos en todo salvo en lo concerniente a los niños: la venta de
juguetes se ha mantenido e incluso ha aumentado respecto del año pasado. Dicho
así, el puericentrismo no parece una mala idea, es como si se quisiera
preservar a los más pequeños de las tribulaciones que aquejan a los adultos o
tal vez compensarlos por ellas. Pero les voy a poner un ejemplo de este
fenómeno para explicarles mis reparos. El otro día fui testigo de una escena,
en la actualidad muy frecuente. Había tres parejas en un restaurante
compartiendo mesa, una de ellas con un hijo de corta edad. Por lo que pude
observar, la conversación en todo momento giró en torno a la criatura de cinco
años, bien por lo que contaba (que duró un buen rato y, por supuesto, le
impidió acabar su plato de comida) bien por las infinitas
bromas/cucamonas/cuchicuchis/etcétera que se turnaban para prodigarle tanto sus
embelesados papás como las otras dos parejas, ya fuera por puericentrismo o,
simplemente, porque hoy, si uno no se derrite en atenciones con los niños se
convierte en un tipo torvo y raro, casi un criminal. ¿De dónde viene esta
tendencia a colocar a los menores en el centro del Universo? ¿En qué momento
cambiaron las tornas para que todo el mundo confunda ser un buen padre con ser
un padre gagá? Y, en último término, ¿es beneficioso para el niño recibir tanta
y tan desmedida atención? En realidad este último interrogante es el que
resulta imprescindible contestar y, en mi opinión, la respuesta es: NO. Creo,
además, que puedo hablar con conocimiento de causa porque, sin haber sido
educada en el puericentrismo ahora imperante, lo cierto es que tuve una
infancia sobreprotegida. Mi madre, que sufrió el descalabro económico de su
familia cuando tenía once años, se dedicó a crearme lo que ella llamaba una
infancia de Disneylandia. Y lo consiguió. Tanto, que yo fui una niña que no
solo no quería crecer, y por tanto ser expulsada de mi particular paraíso, sino
que, además, todo me daba miedo, incluso salir a la calle. Y eso que por
fortuna no me convirtieron en el centro de las conversaciones de los mayores ni
me escuchaban como si fuera Demóstenes, como se hace ahora. Educar es una tarea
tan compleja que se peca tanto por falta de atención como por exceso y, a
veces, es casi mejor pecar de lo primero. Porque ayudar a crecer no es solo
allanar los caminos al niño sino más aún, y sobre todo, enseñarle a conquistar
su propio espacio. De ahí que a alguien a quien se le acostumbra a ser el
ombligo del mundo se le está haciendo un flaco favor. Porque, inevitablemente,
tarde o temprano descubrirá no solo que no lo es sino que, además, desconoce
los mecanismos más elementales para combatir esa frustración Es como si a un
niño que está aprendiendo a caminar, se le enseñe a andar con muletas para
impedir que se caiga y se dé un coscorrón. Por eso a mí esta niñitis aguda que
vive la sociedad no solo me parece tonta sino muy dañina. Porque, como ya decía
Sigmund Freíd hace cerca de cien años, “solo cuando un niño descubre que
imaginar la realización de sus deseos no basta para asegurar su satisfacción
real, empezará a cultivar los dones que le permitan comprender y por tanto
controlar el mundo que le rodea”.
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