domingo, 8 de mayo de 2011

El don de la obviedad...Por Carmen Posadas

Mi amigo Ramón Buenaventura, que es escritor exquisito, sostiene que hay dos tipos de autores: los que tienen el don de la obviedad y los que carecen de él. Según Ramón, este don es tan banal como útil, pues consiste en decir con gran fanfarria y prosopopeya cosas que el lector ya sabe requetedememoria. Cosas tan interesantes como «lo importante en la vida son los amigos y la familia» o «mi mayor ambición es ser una buena persona» o incluso, obviedad de obviedades, «hay que apostar siempre por la felicidad». Y quien así escribe llega a tener mucho predicamento porque se produce una empatía inmediata con ciertos lectores que se dicen: mira tú, pero si eso es lo mismito que pienso yo, qué persona tan sensible soy y qué gran escritor es este que comulga totalmente conmigo. A otros escritores, en cambio, se les cae la cara de vergüenza antes de escribir topicazos de este tipo porque piensan, primero, que el lector no es tonto y, segundo, que un autor es alguien que está obligado a mirar las cosas desde una óptica diferente, descubrir nuevas verdades, nuevos caminos. Antes, este tipo de escritor era el que más se valoraba, lo que llegó a producir también una cierta perversión. Más o menos hacia mediados del siglo pasado, el afán por ver la realidad desde una óptica diferente propició el encumbramiento de ciertos autores que, a fuerza de decir que veían la realidad con otros ojos, lo que hacían era escribir una serie de absurdos alambicados que no entendía ni su padre. Absurdos que los papanatas intelectuales jaleaban y aplaudían haciéndonos creer que solo mentes exquisitas llegaban a apreciar esos conceptos ininteligibles disfrazados de ideas elevadas. Supongo que esos polvos trajeron estos lodos y todo ello, unido a que la cultura ahora va de la calle a las academias y no al revés, hace que esta se haya desacralizado en exceso. Conste que yo no estoy en contra de la desacralización de la cultura. Es más, soy firme partidaria de bajarla de esa torre de marfil tan alta, tan inaccesible (tan aburrida también) a la que tradicionalmente intentan subirla algunos. Pero una cosa es hacer de la cultura algo interesante y a la vez entretenido y otra muy distinta, abaratarla hasta el punto de que todos acabemos razonando como niños de primaria. 
Este asunto del don de la obviedad da para mucho más. Hace poco estuve en una reunión en Berlín en la que participaron importantes personalidades de la vida empresarial, política y cultural tanto de Alemania como de España. Una de las conferenciantes era Trinidad Jiménez, a la que tengo simpatía. Claro que al escucharla afirmar como quien descubre el Mediterráneo que lo «fundamental» en las relaciones internacionales es el respeto bla, bla, y que solo una Europa unida superará todos los retos bla, bla, me debatí entre dos posibilidades: bien que su capacidad no da para ideas más sofisticadas o bien que sigue el famoso método Churchill. Él decía que, paradójicamente, cuando más embarazosamente escasa es la información contenida en un discurso es cuando mejor se conecta con la audiencia, puesto que la afirmación más eficaz es la obviedad. Claro que también decía que esto solo funciona con una audiencia poco instruida y que la máxima fundamental de cualquier orador es adaptar el discurso al público que tiene delante. Visto que los presentes en la conferencia de Jiménez iban desde el ministro de Asuntos Exteriores alemán a los presidentes de las compañías más importantes de toda Europa, no tengo más remedio que volver a la primera de mis dos posibilidades. Una lástima, porque, como digo, le tengo simpatía a la ministra. Pero más simpatía le tengo al sexo al que pertenezco. Por eso me da vergüenza ajena que mujeres en puestos relevantes se expresen como párvulas. Y es que a un hombre se le perdona decir obviedades de tal calibre, pero nosotras, con el machismo residual que aún impera, nos arriesgamos a que al primer traspié nos suelten eso tan injusto -y otro topicazo, dicho sea de paso- de «mujer tenía que ser...».

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