domingo, 8 de mayo de 2011

Un pedazo de cura...Por Juan Manuel de Prada



Aprovechando la beatificación de Juan Pablo II releo la mastodóntica biografía que le dedicó George Weigel, Testigo de esperanza. Me resultan especialmente sugestivas las páginas dedicadas a sus mocedades, donde resplandece una figura de un vigor humano inusitado. Hay algo en el joven Wojtyla que provoca mi inmediata adhesión: tal vez sea su temperamento artístico; tal vez sea su vitalismo jubiloso, aquietado en las neveras del estudio y la oración; tal vez sea ese ardor propio de los hombres arañados por la adversidad y curtidos en el trabajo manual que, aunque luego se dediquen a tareas intelectuales, conservan su brío originario, una conexión con las cosas elementales y sencillas que los hace más intuitivos y abnegados. Nace en Wadowice, un pueblo de la Galitzia polaca, martirizada por sucesivas particiones, invasiones y anexiones y asolada en aquellos años por una crudelísima epidemia de gripe. Cuando apenas cuenta nueve años, su madre fallece; tres años más tarde también lo hará su hermano Edmund, víctima de la escarlatina. Educado espartanamente por su padre, un oficial licenciado del Ejército, aprenderá en las baladas y epopeyas polacas el amor a la patria; y, muy íntimamente unido a ese amor primero, el amor a la fe de sus antepasados, fermento de la conciencia nacional. En la lectura de los grandes románticos polacos -Sienkiewicz, Mickiewicz, Slowacki-descubre una incipiente vocación literaria, que enseguida se complementa con una vocación teatral, cuando ingrese en la compañía de Teatro Rapsódico de la Universidad Jagelloniana. En la palabra, el joven Wojtyla descubre un instrumento para aunar sentimiento y razón, emoción e intelecto, así como un canal privilegiado para volcar su búsqueda exigente de espiritualidad. Es por estos años cuando Karol Wojtyla se enamora, platónica y atolondradamente, de una joven, aficionada como él a la literatura y el teatro; sabemos que era un tipo que gustaba a las mujeres, resolutivo, confianzudo, viril en el sentido hondo de la palabra, muy apartado de la imagen tópica del santurrón paliducho y morigerado que, por timidez, rehúye el trato femenino. Pero entonces descubre un amor más pleno y exigente que lo convoca y pone a prueba.

Son los años sombríos de la ocupación alemana, en plena Segunda Guerra Mundial. Wojtyla trabaja en la cantera de Zakrzówek, extrayendo piedra caliza; por las noches, frecuenta la tertulia de Jan Tyranowski, un hombre santo que lo introducirá en el misticismo carmelitano. Muere su padre y encuentra en el arzobispo de Cracovia, Sapieha, otro de esos curas intrépidos y acérrimos que no conocen el miedo, una suerte de tutela paternal; inicia clandestinamente los estudios en teología en la residencia de Sapieha, infringiendo el mandato del invasor, que ha desmantelado los seminarios. Muchos de sus compañeros serán fusilados en estos mismos años y arrojados a los perros en las calles de Cracovia, para escarmiento de la población; así, su sacerdocio se convierte en una licenciatura del dolor que, con el advenimiento de la dictadura comunista, incorporará nuevas asignaturas de doctorado. A Wojtyla le encargará Sapieha la pastoral juvenil, una actividad que el régimen había prohibido; y Wojtyla organiza un grupo de estudiantes con los que gusta de montar excursiones campestres y actividades culturales. Leen juntos a poetas prohibidos, escalan montañas, discuten sobre todo lo divino y todo lo humano, reman en kayak, celebran misa en un claro del bosque o en un remanso del río; los jóvenes de su grupo llaman a Wojtyla «wujek», que en polaco significa «tío», para que la Policía comunista, que persigue el proselitismo católico, no sepa que es sacerdote. De esta época quedan un puñado de fotografías que nos muestran a un Wojtyla atezado y prieto, restallante de entusiasmo y fortaleza física; hay en él una suerte de vibración luminosa que contagia a quienes lo acompañan. Arremangado y exultante, disfruta de cada instante como de un don precioso e irrepetible; y se nota que esa felicidad le brota de un manantial interior que nunca se agostará. Es un cura treintañero enamorado de su vocación, enamorado de la Creación y de sus criaturas, enamorado de Quien les brinda hálito y sustento.

De regreso de una de estas excursiones campestres, Wojtyla recibe una comunicación que lo deja perplejo: Pío XII acaba de nombrarlo, a sus treinta y ocho años, obispo auxiliar de Cracovia. Lo demás es historia.

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