domingo, 1 de mayo de 2011

¿Es el mundo más o menos justo que en el pasado? ...Por Eduardo Punset

Desde mi mesa de trabajo estoy contemplando grupos aislados de personas disfrutando de un día de sol en la playa. Están felices. Una joven acaricia una pelota con su mano, al lado de su novio; un solitario está pescando sin que nadie lo moleste cuando deja que la corriente se lleve su anzuelo. Otra pareja busca el lugar adecuado en la arena para estirarse confortablemente; ella extiende la toalla y es la primera en quitarse la blusa que pone al descubierto su bañador; él sigue vestido hablando con ella y con el viento. 
Están todos lejos de la opresión y el oprobio que les inflige a diario la autoridad municipal, sentando cátedra de las calles por donde pueden y las que no pueden circular, las velocidades máximas a la que pueden ir, al margen de si es o no conveniente para su libertad, los innumerables controles policiales que coartan sin ton ni son su libertad olvidada de movimientos.


Cuando no están en la playa, se sienten y están vigilados; alguien les lleva a casa una multa por infracción «muy grave». Así lo ha decidido por su cuenta y ningún riesgo un funcionario, que ni ha querido ni ha tenido tiempo de consultar al abogado del cliente. Normalmente, la denuncia irresponsable, en el sentido de que se ha decidido unilateralmente la responsabilidad del afectado, acabará con el saqueo deliberado de su cuenta bancaria por la autoridad, sin que ni esta ni aquel se hayan encomendado ni a Dios ni al diablo.


Las multas sin ton ni son, o con el solo ton y son que deciden unos funcionarios o servidores públicos con uniforme, se han convertido en una fuente de ingresos demasiado voluminosa para que no despierte la codicia de los que se benefician de ellas. No es correcto ni justo que determinados estamentos y personas puedan compensar particularmente los despropósitos de su incuria y desorden financiero. Y que lo hagan cuando la gente descansa por su cuenta y riesgo, después de innumerables horas de soledad y trabajo, en la playa, libres del acoso bajo el que deben vivir a diario.


Al contemplarlos libres en la playa, me acuerdo de las escenas horribles de las que conservamos dibujos hechos en los antiguos talleres de tortura esparcidos por toda Europa hasta hace apenas unos siglos. Como explica muy bien el científico Steve Pinker en su próximo libro, al desvelar la disminución actual de los índices de violencia y oprobio en el planeta, la gente tiende a olvidarse del profundo impacto de la tortura en el pasado, del abismo de sufrimiento y hambre en que estaba sumida la gente. Cuando nos resistimos a creer que estos son tiempos que arrojan menores índices de violencia que en el pasado, lo hacemos olvidando el carácter tenebroso de ese pasado; ahora estamos descubriendo que aquello fue un infierno en el que, lejos de gozar de libertad, esta dependía del capricho de nobles y fanáticos.


Ahora bien, es posible que el científico Steve Pinker se equivoque al juzgar con tanta severidad el pasado reciente. Se me ocurre que, al calibrar el cúmulo de sufrimiento infligido ahora cuando lo comparamos con el pasado, nadie se habrá entretenido en sopesar el fardo agobiante de la restricción de la libertad de movimientos, recurriendo a las multas y demás interferencias de los estamentos gubernamentales auténticos y disfrazados de tales. En otras palabras -mis lectores me perdonarán si prefiero fijar la mirada en la esbelta muchacha y su apuesto novio a punto de penetrar en el mar abierto, apartando de mi mente el mundo injusto con el que se enfrentarán ellos al regresar a casa-, si añadiéramos los atropellos e injusticias digitales al sufrimiento actual, al compararlo con el pasado, puede que Pinker no tuviera razón.

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